miércoles, 31 de octubre de 2012


LA SOCIEDAD, LA VIOLENCIA, EL ABUSO ANIMAL, LA EDUCACIÓN Y LA URGENCIA DE UN MODELO ALTERNATIVO.


Francesca Gargallo Celentani

Ciudad de México, 24 de octubre de 2012

Hay entre la violencia contra los bosques y los animales y la violencia social un nexo complejo construido por la formación a la rudeza y a la imposición, implícita en un sistema educativo formal e informal que niega la diferencia sexual -y elabora sobre esta negación la discriminación. La simple intuición que  un equilibrio social y ecológico es imposible si se sostiene la actual destrucción ambiental, el maltrato animal y la violencia entre las personas, las naciones y los grupos sociales hace urgente explicitar el vínculo educativo que subyace a la creencia que el ser humano no es sexuado, no es animal y no tiene responsabilidades con la tierra, y por ende puede creerse dominante sobre lo que relega al espacio de la sexuación, las mujeres, al espacio de lo que se niega de sí, la animalidad, y al espacio que familiariza y garantiza el derecho a la expoliación sin fin del mundo vegetal y mineral. Volver explícita esta relación es el primer paso para destejerla y desaparecerla en una nueva forma de relacionarse con la vida y su riqueza.
Hace más de dos siglos que Jean Jacques Rousseau nos dijo que todo educa, así que no puede culparse a la escuela de enseñar la violencia si no se reconoce que no hay educación formal que no esté inserta en una sociedad, un espacio físico y un sistema de relaciones que también educan. Educan los prejuicios, las supersticiones, el cine, las religiones, la publicidad y la burocracia. Educan los padres competitivos, las madres que exigen buenas notas sin preocuparse por analizar los contenidos de las materias junto con sus hijas e hijos, el desinterés hacia el prójimo, la patada al perro que se nos atraviesa por la mañana, el burro amarrado a pleno sol, el compañero de escuela que arranca una planta por puro divertimiento. Educa la imposibilidad de ser atendidas al ir a poner una denuncia por violencia intrafamiliar o por robo en plena calle, cuando no por asesinato. Educan los permisos a las mineras a cielo abierto cuando la población de un pueblo, un valle, una montaña o una ciudad se enferma por el cianuro en el agua y los residuos pesados en el aire. Educa el lenguaje que hablamos y que conlleva ideas, confusiones y conceptos que se cristalizan y fortalecen al ser usados para descalificar lo que no se identifica con un modelo inexistente de bienestar o de ser humano. En el lenguaje educan los insultos, que en la mayoría de los casos vuelven a ser incitaciones a la violencia y propugnan que el o la insultada se sienta ofendida y se desquite con aquello con que ha sido identificada en el insulto. A fuerza de decirle burro a un niño que va mal a la escuela se expone al burro a ser maltratado por ese niño. ¡Animal! contra una empleada que se ha equivocado hará que ella patee o no ponga cuidado al gato que se le atraviesa. La repetida mención a la madre en los insultos contra enemigos políticos y personales, descalifica el valor del trabajo de reposición de la vida y el valor del cuidado de la mitad de la población mundial, las mujeres.
Esta educación al desconocimiento de los derechos y los valores de lo que se considera otro de sí,  en el caso de los animales es acompañada de mensajes pretendidamente científicos que aseguran su insensibilidad y su falta de discernimiento e inteligencia. De otra forma sería imposible concebir como normales, cuando no “naturales”, a las carnicerías y a las granjas de cría de pollos, puercos y ganado mayor. Ni hablar de la crianza de animales cuyo fin, según los humanos, es el de ser despellejados para proporcionar sus pieles a la industria de la moda y el calzado.
Como escritora feminista y como filósofa con 25 años de experiencia docente a la espalda, la tarea de despertar una conciencia crítica a mi alrededor ha sido tan desgastante como enriquecedora. A pesar del enorme aparato educativo informal que nos rodea, y que sostiene todas las obstinaciones del sistema acerca de una jerarquía inamovibles que desciende del portador de todos los derechos –un inexistente e hipostasiado hombre blanco, rico, sano, culto y heterosexual- a las mujeres, sobre todo si racializadas y pobres, los animales, los árboles, la tierra, el agua, los cerros; a pesar de ello, reconozco haber interactuado en aula con personas de ambos sexos que han llegado a sostener que la existencia de un privilegio conlleva necesariamente la negación de un derecho. Y que lo que queremos construir es un mundo justo, donde la justicia se viva cada día en nuestras relaciones personales, sociales, económicas y políticas.
En relación con los animales, el privilegio humano de comer carne se erige sobre la descalificación del animal de cría como ser con derecho a la vida. Claro, la cría misma es una negación del derecho a la circulación, la reproducción y la vida de los animales en su entorno natural. El privilegio humano de producir papel, implica la negación del derecho del bosque a respirar de una forma complementaria a la de los animales, ser humano incluido. Mientras no se enseñe a la humanidad qué significan en términos de explotación mineral, del trabajo y de las aguas sus computadoras y teléfonos celulares, no se podrá tener una exigencia política de que duren muchos años y no se desechen cada dos para que el mercado siga funcionando.
Pensemos en el privilegio que da la concepción de tener una cultura o, mucho más, de producir arte. Se trata de conceptos: cultura y arte no existen en sí, son nociones que se obtienen a partir de elaboraciones de lo que tiene o no tiene valor para un grupo de personas dominantes. Las peleas de gallos, las corridas de toro, las carreras de galgos, la cacería más elaborada, como la cetrería, los combates de perros, son formas de educación a la violencia que adquieren en diversas culturas el nombre de arte. Durante la edad media, la educación de un hombre noble en Europa implicaba el saber descuartizar con elegancia un animal recién cazado. El rey de Sicilia, Federico II, escribió a principios del siglo XIII el segundo libro en mi lengua después del poemario de Ciullo D’Alcamo, precisamente un tratado de cetrería. El mítico personaje de Tristán es reconocido como sobrino del rey porque sabe partir un venado recién cazado, en la versión del Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg. Todavía hoy en día las decadentes aristocracias europeas educan a sus hijos en festines que se realizan alrededor de cacerías al venado, el jabalí o el zorro. Piensen en el ridículo que hizo el rey de España hace unos meses cuando fue a cazar elefantes en África durante una de las peores crisis económicas por la que ha atravesado recientemente su país. Todo ello responde a una identificación de la masculinidad con la posibilidad de dar muerte y la posterior identificación de la clase dominante con la masculinidad entendida como el ámbito del valor, de la actividad y de la dominación de lo considerado inferior (sexo, clase, pueblo, naturaleza).
Por supuesto no se puede dar muerte a iguales. La mayoría de las religiones y estados lo prohíben, a menos que uno no se rebaje a una condición de inferioridad cometiendo un delito. Es casi un imperativo construir como diferentes a los seres a los que se pretende matar. Pensemos en cómo se define a un enemigo, por ejemplo. Todos los esfuerzos de la prensa, la televisión, la literatura, el cine, el derecho positivo convergen para hacer del enemigo públicamente enunciado como tal, alguien no igual, eso es, un ser no propiamente humano, un casi animal. Por otro lado, no olvidemos que todos los grupos mercenarios, paramilitares y delincuenciales que han hecho de la muerte su modus vivendi, entrenan a sus jóvenes reclutas haciéndoles matar animales -en ocasiones animales queridos, el propio gato, el perrito de la familia vecina, los pajaritos de la tía- para que pierdan sensibilidad y compasión por la vida de un ser sufriente. La industria del entrenamiento militar y la experimentación psicológica por motivos bélicos también ensayan su violencia volcándola a la muerte de animales: delfines que lloran al ser alcanzados por las balas, cabras que emiten balidos desesperados cuando se sienten trozadas por una granada o al reconocer los cuerpos heridos de sus crías, camellos y asnos que rebuznan su dolor al pisar minas antihumanas, son escuchados por conscriptos que se van endureciendo en los ejércitos de todo el mundo. La pérdida de la conciencia ética no es natural, los hombres (y en menor medida las mujeres que se les quieren igualar) que se ven obligados a traspasar el límite del respeto a la vida, adquieren una costumbre social de justificación ante el uso de la violencia.
Igualmente actúan los y las químicas, biólogas, genetistas que experimentan en cosmética, la industria que contabiliza el 80% de la investigación no militar en el mundo. La filosofía debería estudiar más a fondo la relación que existe entre la violencia extrema y la estética, pues ¿cómo considerar moral que se nos ofrezca como bello algo que tiene que ver con el dolor de las cobayas expuestas a ensayos que las orillan a una lenta y dolorosa muerte? La moda para los sectores más ricos de la sociedad también refleja el valor agregado que tiene para ellos la muerte. Pieles, cueros y plumas no sólo son carísimos sino significan el desprendimiento de la parte sensible de quien tiene que triunfar sobre las demás personas para mantener su prestigio social.
Arrasar bosques es todavía menos reconocible como elemento de guerra contra la vida; sin embargo, no hay guerra que no haya deforestado países enteros. Hasta los vegetarianos más radicales son capaces de decir que el mundo vegetal no tiene órganos nerviosos y por ende no sufre dolor. Sin embargo, la relación entre los seres humanos y la naturaleza se ha convertido en el mundo occidental (cuya cultura es colonizadora de las culturas menos destructivas y holísticas proveniente de historia ajenas a la de origen europeo) en una relación patológica, que sostiene la supremacía absoluta de los valores antropocéntricos, donde plantas, minerales y animales sólo tienen razón de ser por su utilidad para la vida humana.
Muchas corrientes antropológicas clásicas coinciden en que la primera construcción de diferencia en casi todas las culturas es aquella entre el conjunto de los seres humanos y la naturaleza. Sin embargo, en la actualidad podemos constatar que la naturaleza prístina, aquella que no ha sido hollada por el ser humano, ha prácticamente desaparecido. Los espacios no modificados por la actividad humana se han visto tan reducidos que podríamos considerarlos inexistentes. La extensión del urbanismo y la industrialización, la modificación de la tierra por la actividad agrícola y la deforestación, el alcance de la contaminación, los efectos del cambio climático, han convertido el mundo en un espacio artificial donde es difícil visualizar los derechos de los animales y la flora.
La situación actual es fruto de una cultura que ha hecho de todo, durante milenios, para no verlos, negarlos, ridiculizar a esos seres humanos que, como los filósofos cínicos, preferían identificarse con los animales que con la humanidad urbana, reduciendo sus necesidades de consumo. En las culturas que se sustentan en religiones monoteístas la diferencia entre la humanidad y “lo otro” es aún más tajante. Los animales no nombran en un lenguaje inteligible para los humanos su realidad, por lo tanto, dado que en el principio está el verbo, no son inteligentes. Si no son inteligentes no son sensibles y su movilidad es un puro reflejo mecánico, como por ejemplo sostiene Descartes.
Para los romanos había tres tipos de aperos, o instrumentos, para el trabajo agrícola: las herramientas mecánicas, como el arado, que ni se movían por sí mismas ni hablaban; los animales, como el buey, el caballo o el burro, considerados enseres que se movían por sí sólo; y los esclavos, pertrechos útiles capaces de moverse y hablar. Los conquistadores españoles defendieron sus hazañas de odio y tortura arguyendo que los hombres y mujeres de América eran animales, cantaban como loros, eran insumisos como simios, trabajaban como burros; por ende no sentían dolor ni eran capaces de entender reglas que los condujeran a una vida civilizada. Racismo, clasismo y desprecio por los animales están fuertemente entrelazados. Igualmente trenzadas son las expresiones de violencia intrafamiliar donde las cadenas de abusos van de la violencia verbal, física y sexual del hombre contra la mujer, a la represión de la mujer sobre los niños y las niñas y de éstas/os a la mascota o los animales de cría de la casa.
Sin embargo, desde hace mucho la zoología afirma que los órganos sensoriales son fundamentales para todos los animales, ya que responden a diversos estímulos y saben encontrar las rutas para acceder a los alimentos.  Desde mediados del siglo XIX, también se iniciaron estudios para determinar el grado de inteligencia animal. Entonces los psicólogos conductistas investigaban animales en laboratorio para rastrear los orígenes de la conducta humana. Poco antes,  Darwin había sostenido que el cerebro de los humanos es producto del proceso evolutivo, por tanto, muchas de nuestras capacidades cognitivas pueden apreciarse también en otros animales. Ya en el siglo XX, hubo una  aproximación de tipo conductista a la psicología animal, buscando analizar la inteligencia en animales mediante procesos de aprendizaje simples. La concepción de la inteligencia en los conductistas es reduccionista, por tanto consideraba que todo lo que un organismo hace, debe ser considerado únicamente como comportamiento sin presumir por ello de una mente capaz de elaborar a partir de recuerdos e ideas (para los conductistas, pensar y sentir son epifenómenos propios de los humanos). Hasta que Ulric Neisser, en la década de 1970, empezó a enfocar los procesos mentales de los animales desde otro punto de vista, tomando lo conocido sobre los procesos mentales humanos y buscando evidencias de procesos similares en las otras especies. En la actualidad,  John Lilly y Donald Griffin mantienen firmemente la posición de que los animales tienen mente, piensan y sienten; por lo tanto, el estudio de su cognición debe asumir esta perspectiva. En 2012, finalmente, biólogos y etólogos reunidos en Cambridge, han llegado a la conclusión de que los seres humanos no son los únicos seres conscientes: los mamíferos y las aves, principalmente, también poseen una conciencia. Sus estudios muestran que existe una memoria sobre la descendencia animal en las madres mamíferas, particularmente en las cabras; que los cetáceos construyen sociedades y sufren cuando algunos miembros cercanos de las mismas son heridos, asesinados o desaparecidos; que los primates no sólo son capaces de utilizar instrumentos, sino elaboran un complejo lenguaje de signos con el que se comunican informaciones y sentimientos.[1]
Ante estas pruebas, la educación formal debe incidir en los otros rubros de la educación, propiciando el respeto por todas las especies del planeta. No puede hablarse de ética donde no se promueve activamente la superación de la violencia como forma de interacción humana entre personas y con los animales y las plantas. La filosofía, la pedagogía, así como las expresiones artísticas no pueden obviar los estudios neurobiológicos que comprueban que los animales poseen una conciencia que les consiente percibir el sufrimiento ajeno y propio y diferenciar lo bueno de lo malo, alcance que hasta ahora se consideraba únicamente propio de la raza humana.
Los riesgos de no asumir estos reconocimientos son múltiples y van desde el incremento de la criminalidad a través de seguir sosteniendo la inconciencia del sufrimiento de las otras especies, hasta el suicidio colectivo en la persecución de un hiperdesarrollo clasista y discriminador que conducirá a la destrucción ambiental total. Urge una educación para la paz, que se sostenga en el reconocimiento de las diferencias como aportes a la colectividad y no como pretextos para ahondar en las desigualdades. Un proyecto educativo, necesariamente crítico y no autocomplaciente, que asuma el valor del cuidado como un valor compartido entre mujeres y hombres, y entre humanos, animales y mundo vegetal. 
 



[1] Para una historia de la investigación en la inteligencia animal, un buen resumen se encuentra en:  Pedro Ortiz Cabanillas, “Concepciones de la inteligencia”, Revista de Educación Superior,  Facultad de Educación,  UNMSM, Lima, 1999, http://es.scribd.com/doc/25036139/Concepciones-de-La-Inteligencia. Más a profundidad , cfr. Miles, T.R. “On fefining intelligence”, en Wiseman, S. (Ed) Intelligence and Ability. Selected Readings. Penguin Books, Middlesex, 1957/1967 ; Neisser, U. y otros, “Inteligencia: Lo conocido y lo Desconocido”, en American Psychologist. 51:77-101. Traducción de J.R. Aliaga Tovar, Facultad de Psicología, U.N.M.S.M., Lima, 1997.