martes, 25 de octubre de 2011

Los feminismos de las mujeres indígenas: acciones autónomas y desafío epistémico


(Esta entrada publica la versión de la conferencia corregida, en este blog se actualizó el 8 de noviembre de 2011)


Los feminismos de las mujeres indígenas: acciones autónomas y desafío epistémico

Francesca Gargallo
Conferencia magistral
Coloquio: Memoria, violencia y acción emancipatoria
XVI Congreso Nacional de Filosofía de la Asociación Filosófica de México
Facultad de Humanidades  de la Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca
25 de octubre de 2011
.
.
La Madre Tierra es la mujer de origen.
Concebida como mujer, la Madre Tierra
contiene la integralidad del Universo.
Aída Qilcue, consejera nasa del Consejo
Regional Indígena del Cauca (CRIC)

Estudiar las teorías y posicionamientos políticos y vitales de las propuestas feministas de las intelectuales, activistas, dirigentes y mujeres en general que se generan al interior y, a la vez, confrontando las renovadas políticas de identidad, de defensa del territorio y del derecho propio de los pueblos indígenas de Nuestra América, más allá de la animadversión que despierta en la academia que se niega a reconocer los conocimientos que no se generan desde su seno, me confronta con la urgencia de cambiar mi forma de relacionarme con las productoras de conocimiento. Es muy difícil cuestionar la centralidad de la epistemología de lo occidental en el feminismo desde la academia y las ciudades, pero es evidente que muchas mujeres se encuentran des-centradas -¿libres del cerco?- de ella. Conocer las ideas que las mueven a la acción, para mí también ha implicado una acción, un ponerme en movimiento hacia ellas y buscar las vías de entablar un diálogo.
Conocer la poesía de Maya Cú Choc y conocerla personalmente ha posibilitado que me pusiera en movimiento. En 2006, le pedí a Maya que dialogáramos sobre algo que nos concernía a las dos y empezamos a cartearnos sobre el racismo, que es una relación dual, implica quien se beneficia del racismo y quien es explotada sistemáticamente por la existencia del fenómeno.
Como mujer blanca yo gozo los privilegios que en un sistema racista me han favorecido desde la infancia, pero como están interiorizados y normalizados no los tomo en consideración, no me percato de ellos, me abrogo el derecho de no reconocerlos, a menos que alguien me los señale. Desde ese momento, yo soy responsable de ellos, a pesar de que pueda esgrimir un discurso, que la escuela me ofrece, con que justificar mis éxitos y obviar los privilegios que me han permitido alcanzarlos. Para Maya Cú Choc, mujer queqchí, el racismo es también una condición diaria que la confronta con toda la historia de Guatemala y sus genocidios recientes, último el de 1982. Las familias de su madre y de su padre, en efecto, tuvieron que desplazarse a la ciudad después del golpe de 1954 contra Jacobo Árbenz, porque eran campesinos indígenas organizados. Ella nació, por lo tanto, en 1968 en la ciudad capital donde no pudo asirse de  los referentes culturales con los que la sociedad occidentalizada identifica a los pueblos indígenas: territorio, lengua e indumentaria tradicional. No obstante, siempre estuvo expuesta al racismo que se manifestó como guetos laborales de salarios bajos (trabajo doméstico para su madre, en la construcción para su padre), escuelas marginadas, discriminación en el acceso a los servicios públicos, exposición a las manifestaciones de la violencia institucional, descreimiento a su capacidad como artista.
Podernos cartear privadamente sobre el racismo desnudando el lugar desde donde hablábamos, nos permitió conocernos. A mí, en lo particular, me permitió conocerla y conocerme.
El diálogo con Maya Cú trasciende pronto la relación personal y subimos una parte de nuestras reflexiones epistolares a una red de escritoras feministas.[1]  Intervienen muchas voces en nuestro diálogo, que se amplía. También los de las feministas afrodescendientes, entre ellas la lesbiana dominicana Ochy Curiel, hoy catedrática en Bogotá, quien cuestiona el uso de mi lenguaje. Había utilizado, en efecto, la palabra “denigrar” como sinónimo de rebajar, sin darme cuenta que etimológicamente denigrar significa “rebajar a la condición de negra”, es decir implica una acción racista de descalificación por condición étnica.
Cuando en 2008, conocí a la joven socióloga quiché Gladys Tzul Tzul, quien cruzaba parte de sus conocimientos comunitarios con la filosofía de Foucault, empezamos a complejizar el entendimiento del racismo, hablando de las relaciones de poder. Juntas queríamos  entender qué lugar asignan a las mujeres las comunidades patriarcales ancestrales que tienen un doble frente dónde justificar su necesidad de cohesión: el interior de la propia comunidad, para la manutención y funcionamiento de los bienes que están en propiedad colectiva, y el externo, para defenderlos de una expropiación por el estado republicano que está siempre al acecho. Como feminista, yo aportaba al diálogo mi entendimiento de qué es el control mediante el confinamiento del cuerpo de una mujer.
Un tercer paso fue acercarme a las mesas donde las mujeres de diversos pueblos y nacionalidades empezaron a ser invitadas a exponer en las universidades de la Ciudad de México, a los talleres que empezaron a exigir en los encuentros feministas en México y Centroamérica y a acudir a los encuentros de mujeres indígenas y negras de Honduras, que se radicalizaron y multiplicaron después del golpe de estado que se realizó contra el presidente democráticamente electo de ese país el 28 de junio de 2009.
En agosto de 2010, me puse en viaje por tierra de México hacia el sur para hablar con las mujeres que quisieran establecer un diálogo conmigo desde su proprio territorio de enunciación. Dejé voluntariamente atrás el lugar de poder que mi oficina universitaria revestía y me expuse a la vulnerabilidad de no entender lo que se te dice hasta no hacerte de las herramientas para poderlo traducir. Por supuesto no aprendí las 607 lenguas que se hablan en Nuestra América, pero me eduqué, por ejemplo, en cuándo podía hablar sin interrumpir la palabra de la otra. Escuchar se convirtió en mi principal instrumento de aprendizaje.
Por supuesto, una forma de escuchar es también leer lo que las intelectuales indígenas escriben. La relación entre cultura oral y escrita es compleja en un mundo colonizado que se libera a través de prácticas educativas que no pueden prescindir ya del uso de un alfabeto que es un componente cultural impuesto. El uso del alfabeto latino es un hecho, aunque se resignifiquen las formas y los contenidos de la escuela, como sucede en casi todos los pueblos, y que el pueblo nasa, en el Cauca, Colombia, y el pueblo mixe, de Oaxaca, México, profundizan para la teorización de la “educación propia” como derecho a reivindicar al estado republicano y como práctica en y para sus escuelas y universidades autónomas.[2] .
Durante el viaje conocí a diversas posiciones políticas del feminismo entre las mujeres de los pueblos originarios, a veces dentro de un mismo pueblo, como entre las zapotecas, las caqchiqueles, las quichés, las xinkas, las nasa, las quechuas y las aymaras. Posiciones distintas, en ocasiones confrontadas, que van desde la radicalización de la complementariedad implícita en la dualidad cosmogónica propia de las tradiciones religiosas y vitales americanas a favor de las mujeres –“mujeres y hombres somos complementarias para la comunidad, no podemos prescindir de los hombres, pero podemos exigirles la equidad”, es más o menos la posición que me han expresado mujeres nahuas,    quichés, gnöbe, quechuas, aymara, mapuche de esta tendencia-, hasta posiciones de organización comunitaria que denuncian un patriarcado ancestral fortalecido por el patriarcado colonial del que hay que liberar el propio cuerpo-tierra mientras se defiende la tierra-territorio comunitario, como lo plantean las feministas comunitarias xinkas de Guatemala. A este encuentro y fortalecimiento histórico de los patriarcados originarios y colonial las feministas comunitarias de Bolivia lo llaman “entronque de patriarcados” y consideran que es el sustrato del así llamado “machismo latinoamericano”.
Entre estas dos posiciones, son reconocibles otras formas de trabajar entre mujeres para la buena vida de las mujeres, lo cual, en palabras de Julieta Paredes, feminista comunitaria de la Asamblea de Mujeres de Bolivia, se traduce al castellano como feminismo: “En todas las lenguas de Abya Yala la lucha de las mujeres en sus comunidades para vivir una buena vida en diálogo y construcción con otras mujeres se traduce en castellano como “feminismo”.[3]
En las otras formas de expresar el propio feminismo de las mujeres indígenas es muy difícil trazar una línea divisoria entre una activista de los derechos humanos de las mujeres y una feminista. Una parte muy importante de la reflexión de las feministas de los pueblos indígenas tiende a la elaboración de estrategias para la mejora de las condiciones de vida de las mujeres. Prácticas a niveles extremos, identifican las estructuras de poder para contrarrestarlas más que para destejer cómo se configuraron. Los elementos simbólicos del sexismo son pocas veces tocados en sus reflexiones, prefiriendo estudiar cómo detener a las autoridades que expresan ideas misóginas y ocultan su indiferencia hacia la violencia contra las mujeres, llegando a dejar impunes los delitos que se cometen contra ellas.
Tampoco es posible trazar una separación entre una feminista y una activista indígena por los derechos comunitarios. El propio feminismo indígena que elabora estrategias comunitarias para el cuidado de las mujeres y la socialización de su trabajo de reproducción de la vida no podría existir si la comunidad desapareciera y se impusiera un sistema individualista de sobrevivencia monetaria asalariada y una familia nuclear, centrada en la pareja como núcleo excluyente, asocial, paradójicamente convertido en el capitalismo en la “base” de la sociedad.
Muchas mujeres indígenas analizan desde su condición femenina la historicidad del racismo, la explotación laboral, la marginación y la exposición a la violencia que sufren, y dejan de lado los mecanismos sociales de inferiorización de las mujeres propios del universo simbólico de sus pueblos.
Porque han lidiado a lo largo de sus vidas con hechos traumáticos y violencias constantes, casas atacadas, hijos y nietos detenidos ilegalmente, mujeres violadas por grupos de soldados y paramilitares, agresiones de autoridades tradicionales masculinas a mujeres que asumen cargos políticos de elección ciudadana, amenazas de talamontes contra las ecologistas comunitarias, invasiones de tierras, linchamientos de lesbianas, discriminaciones en las escuelas, los hospitales y las cárceles, y otros, a las feministas indígenas que son activistas de los derechos humanos de las mujeres no les queda el tiempo de una reflexión acerca de lo estructural que es la desigualdad entre mujeres y hombres en su cultura.
Sin embargo, existen feministas de diversos pueblos que han generado reflexiones importantes sobre el lugar desde dónde se piensa la superioridad masculina y cómo, en todos los casos, sirve para excluirlas del poder político y económico, devolviéndolas a varios “adentro” donde desempeñar lo que se le asigna como función social: el adentro de la casa, como trabajadora doméstica y sostenedora de las redes afectivas de parentesco,  y el adentro de la comunidad, donde se les asigna el papel de defensoras de la cultura y, por lo tanto, se les niega el trato con el mundo exterior.
Otras feministas más han revisado cómo la preferencia por los hombres en su cultura ha terminado por propiciar la falta de confianza entre mujeres, en particular cuando se trata de la transmisión de conocimientos y funciones entre generaciones: la madre amada pero desposeída, la madre que ejecuta la voluntad de los hombres de la familia y castiga los anhelos de las hijas, la madre controladora de la sexualidad y el trabajo de la familia privilegiando la libertad de sus hijos y castigando la movilidad de las hijas y las nueras, son imágenes recurrentes en las narraciones de las mujeres y evidencian la falta de auto-determinación en las relaciones entre ellas.
Finalmente, hay feministas indígenas que han dedicado su reflexión a la afectividad, preguntándose cuánto de una construcción de género que privilegia la dureza y la fortaleza masculinas termina por imposibilitar el afecto, la comprensión y el goce de una verdadera complementariedad entre hombres y mujeres en la vida íntima y social.[4]
Ahora bien, la pertenencia a un pueblo o a una nación originaria es condición para la acción feminista tanto como lo es la pertenencia a cualquier estado. Las mujeres no inician un proceso de lucha por sus derechos, reivindicando su cuerpo, su imaginario, su espacio y sus tiempos en la revisión total de la política porque son francesas o nasa, mexicanas o mapuche, sino porque un sistema que otorga privilegios a los hombres -y a lo que considera proprio de ellos, lo masculino- las oprime. La acción feminista es una confrontación con la misoginia, la negación y la violencia contra el espacio vital de las mujeres, que ellas emprenden cuando se reconocen y dialogan entre sí. En otras palabras, el feminismo es una acción del entre-mujeres ahí donde el entre-mujeres es mal visto, menospreciado, impedido, es objeto de burla o de represión: el feminismo es un acto de rebeldía al status quo que da pie a una teorización.
 Partiendo de esta idea, ¿cómo es posible que en Nuestra América se niegue la teorización feminista que no proviene de los grupos blancos y blanquizados, urbanos, insertos en un sistema de género binario y excluyente? La respuesta más plausible es porque hay una voluntad de no tejer la realidad histórica del continente con los hilos de la diversidad, con las historias de sus células que no se tocan y dónde la más prepotente esconde con su tamaño las demás, en ocasiones englobándolas como una amiba. El feminismo entonces carga las mismas anteojeras que las demás teorías políticas, como el Che Guevara que murió en un territorio donde abundaban las hierbas para curar el asma pero que él, médico académico, no era capaz de reconocer porque no creía que los indígenas tuvieran conocimientos universales y, por lo tanto, no dialogaba con ellos y ellas.[5] Los hilos del tejidos feminista americano son los de la pertenencia histórica, es decir las lenguas que se hablan, los credos que se profesan, los sustratos metafísicos a develar, las preferencias sexuales y la tolerancia o intolerancia que gozan socialmente, las vivencias inmediatas, las formas de participación social, las ideas de familia y parentesco, las edades, las profesiones.

Por supuesto vivimos en un país racista, como todos los países americanos. Las palabras y discursos igualitaristas en México sirven, como dice muy bien la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui a propósito del lenguaje político de las repúblicas americanas, para encubrir en lugar que para develar la realidad.[6] En el país que hace alarde de ser cuna de la primera revolución social del mundo, nada de lo que no pertenezca al mundo blanco es digno de interés. Que todos seamos mestizos en el discurso oficial debe leerse como un mandato: todas y todos debemos esforzarnos en resaltar la parte blanca de ese mestizaje, identificarnos con ella e intentar serle fiel enterrando a la otra parte, a cualquier otra parte.
No es casual que en estos días se esté llevando a cabo en Costa Rica una reunión de escritoras y escritores indígenas, afro-descendientes y sino-descendientes para que debatan entre ellos acerca de una literatura de la exclusión y la discriminación. Lo que la urgencia de una reunión de artistas que tienen en común sólo su origen no europeo delata es que en la cultura oficial, la que se transmite, publica y universaliza, ni las ideas ni la estética, y mucho menos el deseo de buena vida, pueden definirse fuera del marco de los supuestos metafísicos del occidente individualista.
En este clima, ¿es posible afirmar un feminismo (o varios) que no centre su accionar en la búsqueda de una emancipación personal? O, más precisamente, ¿de qué manera reconocerle valor epistémico y político a las ideas de buena vida para las mujeres que no se sostienen en la prioridad absoluta, imperiosamente reiterada, de seguir confundiendo la emancipación con el derecho al acceso al poder de compra de cosas y saberes?, ¿confundiendo la libertad con el acceso al poder?
Son preguntas epistemológicas, vinculadas con esa pregunta filosófica nodal en Nuestra América que Horacio Cerutti resume en cuatro palabras: ¿Cómo pensar la realidad?[7] Es un hecho que en varios lugares de Nuestra América se levantan voces femeninas que denuncian que el feminismo cuando se institucionaliza se transmuta en una nueva forma de mediatizar los deseos y los saberes de las mujeres. En particular, en su formulación hegemónica, se convierte en una teoría-jaula de las mujeres que han formado sus ideas políticas en modos de pensar la realidad que no son las que se transmiten en las universidades y a través de las instituciones educativas de las políticas públicas republicanas.
Por ejemplo, el feminismo comunitario de las mujeres aymaras de Bolivia viene trabajando desde 2004 sobre la relación existente entre patriarcado y colonialismo interno. Afirma luchar tanto contra la naturalización de toda inferioridad, sumisión o lugar secundario y dependiente de las mujeres en la cultura republicana y en las culturas ancestrales, como contra la forma que esta naturalización ha adquirido al insertarse en el patriarcado que se refuerza, incrementa y se coordina con los poderes coloniales. De ahí, ha llegado a la conclusión que no puede haber descolonización en América que no se acompañe de una profunda despatriarcalización, eso es de la cancelación de la hegemonía masculina que pretende imponerse en todos los ámbitos de la vida mediante la discriminación de las mujeres y la desvalorización de todo lo que califica de femenino.
No obstante, de esta categoría que describe la acción femenina para transformar la incuestionable asignación de cuotas de poder y libertad de movimiento a los hombres, se apropió el Estado Plurinacional de Bolivia para abrir el 15 de septiembre de 2010 una Unidad de Despatriarcalización en el Viceministerio de Descolonización del Ministerio de las Culturas. A las feministas comunitarias, paradójicamente, hoy le es más difícil afirmar la evidencia de un “entronque” entre los patriarcados ancestrales y el patriarcado de origen colonial, porque el estado resalta la “mutua complementariedad” entre hombres y mujeres, asumiendo que es “originaria”, propia, incambiable. La autonomía de las mujeres se vuelve impracticable en esta apropiación de la despatriarcalización ya que, como escribe Elisa Vega Sillo, originaria  Kallawaya, ex Constituyente en la Comisión Desarrollo Social y  operadora de proyectos en la Unidad de Despatriarcalización, son “los movimientos y las ideologías de mujeres y varones indígenas los que logran establecer que los conceptos de equivalencia, complementariedad y armonía entre mujeres y varones y la Madre Tierra no son solamente discursos, sino constituyen el ajayu [espíritu] del proceso de cambio”.
Pero, a seis mil kilómetros de Bolivia, el feminismo comunitario de las mujeres xinka de Guatemala se reapropia y resignifica la idea de despatriarcalización desde una idea radicalmente feminista. En su Declaración Política ¡No hay descolonización sin despatriarcalización!, que hicieron pública el 12 de octubre de 2011, Día de la Resistencia y Dignificación de los Pueblos Indígenas, se autodenominan, determinándose sin injerencia ajena y sin necesidad de reconocimiento externo, como “Nosotras, mujeres xinkas feministas comunitarias, montañeras, luchadoras, viviendo y conviviendo en la montaña de Xalapán” y  se declaran “en acción permanente para afianzar la despatriarcalización de nuestro cuerpo-tierra y territorio tierra, sin lo cual, es incoherente la descolonización de los pueblos”. Estando en “lucha permanente contra todas las formas de opresión patriarcal originaria y occidental”, las mujeres xinkas se describen a sí mismas como un “cuerpo-tierra” colectivo e individual, tan “nuestro” como de cada una, que sigue “sufriendo los efectos del patriarcado ancestral y occidental, los cuales se refuncionalizan y se manifiesta en diferentes formas de opresión contra nosotras en nuestros hogares y comunidades”. Para ellas, “la expropiación histórica de nuestros cuerpos sigue presente cuando no podemos decidir por nuestros cuerpos y por nuestra sexualidad en libertad y autonomía”, según postulados muy conocidos, pero sobre esta afirmación construyen algo desconocido al feminismo occidental e indispensable para liberarse en este continente, es decir que viven “En resistencia y lucha permanente contra todas las formas de opresión capitalista patriarcal, que continúan con la amenaza del saqueo de minería de metales en la montaña y nuestros territorios, y contra todas las formas de neo saqueo transnacional”. Éstas son  “formas de colonialismo” que arremeten tanto contra el territorio comunitario, del que son parte como personas xinka, como “contra las mujeres en lo íntimo, privado y público”. Por ambas, inseparables realidades, asumen “acciones que desde lo individual y colectivo, fortalezcan la descolonización de cuerpos y territorios”.
Una posición ligeramente diferente, porque menos centrada en la liberación del cuerpo-tierra, pero igualmente convencida de la radicalidad de su demanda de emancipación, es la de las feministas lencas de Honduras que se han organizado en el COPINH (Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras). En palabras de la dirigente Berta Cáceres: “Ha sido difícil ir construyendo pensamientos y sobre todo una práctica de vida cotidiana y de vida organizativa alrededor del pensamiento feminista desde una organización indígena del pueblo lenca. Todo el patriarcado y machismo que cruza la sociedad a nivel familiar y organizativo ha penetrado tanto en cada una que se cree que es normal. Y desconstruir esto es realmente un desafío. Creo que cuando este pensamiento de emancipación total de las mujeres choca contra toda la dominación, no sólo capitalista y patriarcal, sino que también racista, produce algo así como un tsunami o como un terremoto. Liberarnos como mujeres es más complejo cuando lo queremos hacer en organizaciones mixtas, pero también allí está la urgencia del desafío, en trabajar en una organización mixta y lidiar con todo lo que se creen los hombres  todos los días. Creo que cuando entendemos que no sólo nos enfrentamos al capitalismo, al racismo, sino que también hay que desmontar el patriarcado, es cuando realmente vemos que estamos en el camino hacia la dignidad humana”.[8]

Camino hacia la dignidad humana, descolonización mediante un proceso de despatriarcalización, reconocimiento del propio cuerpo como el territorio de una, son ideas fuertes que de por sí guían hacia un corpus disperso de feminismos indígenas que no se conciben desde “fundamentos” o “bases” de la Modernidad cuales la centralidad y supremacía sobre la naturaleza de un ser humano escindido entre un cuerpo máquina y un alma racional (Descartes), la primacía de lo útil (Locke), la autonomía ética individual (Kant), la igualdad intelectual con el hombre (Madame Roland) y el acceso a la trascendencia por la economía, el trabajo y la cultura individuales (de Beauvoir).
Implican una crítica a la idea de liberación como acceso a la economía capitalista (aunque sea de soporte del individuo femenino) y el cuestionamiento del cómo las feministas urbanas blancas y blanquizadas nos acercamos, hablamos y escuchamos a las mujeres que provienen de las culturas ajenas a los compromisos metafísicos de Occidente. Por ello, nos urgen a abrirnos a considerar diferentes filosofías de lo femenino y no aceptar un solo tipo de universalidad.[9]
 Regresando a la idea de la feminista comunitaria aymara Julieta Paredes acerca de que  “Toda acción organizada por las mujeres indígenas en beneficio de una buena vida para todas las mujeres, se traduce al castellano como feminismo”, y cruzándola  con la idea de la feminista comunitaria maya-xinka Lorena Cabnal de que “no sólo existe un patriarcado occidental en América, sino también patriarcados ancestrales u originarios, gestados en las filosofías, principios y valores cosmogónicos milenarios, que se refuncionalizaron durante la Colonia, fundiéndose y renovándose con el patriarcado occidental, en lo que Julieta Paredes llama entronque de patriarcados y que llega a nuestros días”,[10] intento una historia de las ideas de las mujeres indígenas que se resisten a la hegemonía occidental,  en la construcción de los idearios feministas continentales.
Ahora bien, como bien dice Silvia Rivera Cusicanqui en Ch’ixinakax Utxiwa,  para analizar la historia de las ideas en América es necesario reconocer otras Modernidades que la de la esclavitud para los pueblos indígenas de América, unas modernidades que fueron escenarios de estrategias contrainsurgentes, de proyectos e ideas propias.[11]
Modernidades indígenas, herederas de civilizaciones campesinas, de naciones nómadas y de desarrollos urbanos y nacionales, que perviven y se recrean en la actualidad, aunque fueron avasalladas, incendiadas y casi destruidas durante la invasión y la colonización europeas del continente. Modernidades que han dado pie a formas de re-organización social como la “comunidad étnica” y sus políticas de autosuficiencia, que incluyen la producción agrícola y el comercio, sistemas de género marcados por la aceptación o el rechazo a la supremacía del hombre, organizaciones familiares vinculadas a los nuevos sistemas de relación entre mujeres y hombres, y que fluctúan de la familia nuclear (un verdadero instrumento de privatización de las relaciones sociales) a la familia amplia y a la familia reconstruida , así como a diversas adaptaciones (creaciones) religiosas.
Me atengo a este principio histórico de Silvia Rivera porque la pregunta sobre los supuestos epistemológicos y éticos de los feminismos de las mujeres de los pueblos indígenas atañe la crítica al programa de la “modernidad emancipada”, programa que confundimos con el de una Modernidad a secas, única, unívoca, universal.
 Por modernidad emancipada entiendo el proyecto de autonomía individual desvinculada del núcleo formativo en un contexto de libre mercado, en el marco de un sistema que se pretende mejor y se proyecta como hegemónico, aunque deja afuera a una multiplicidad de sujetos no contemplados (y por ende expulsados) de la teoría occidental.[12]
En particular, los expulsa de la teoría de la historia pensada para resaltar al sujeto único de la universalidad. En efecto, el hombre heterosexual blanco y con poder, como sujeto moderno-emancipado de la historia, entra en crisis ante la pregunta de cómo reconocer que, durante el proceso de liberación de las mujeres, que se construye sobre el contestado derecho de las mujeres a igualársele, valores no occidentales y fines contemporáneos pero ajenos a la modernidad emancipada orientan la convivencia humana.

Modernidad y Occidentalidad en los territorios que Europa invade
Para entender porqué la teoría occidental de la historia y, más en general, su idea de razón entran en crisis ante la posibilidad de ser informadas por conocimientos que no provienen de esas escuelas que reverencian sus convenciones, necesitamos recordar que tal como el sujeto de la universalidad responde a un modelo de individuo propio de una clase, los conocimientos que está capacitado para asimilar son fruto de un largo proceso de selección, pues están al servicio del disciplinamiento de su propia fuerza de trabajo y la de las demás personas.
La razón occidental es Moderna, pues occidente es una idea que no corresponde a ningún territorio antes de la invasión de América. Occidente es una proyección del conjunto de ideas políticas y éticas que utilizaron las clases dominantes de España, Portugal, Francia, Inglaterra y Holanda para justificar su dominio sobre territorios y poblaciones americanas que desconocían, pero que planearon incorporar a su servicio desde que entraron en contacto con ellas.
Occidente no fue desde un principio una España o un Portugal allende las aguas, sino el espacio equivalente a la construcción del derecho de una clase dirigente nueva que pretendía universalizar sobre un nuevo territorio la derrota de los proyectos políticos del campesinado que la aristocracia (señores feudales y alto clero) nunca pudo dominar por completo en Europa y que protagonizó constantes y exitosas revueltas y rebeliones.
La aristocracia posterior al desmoronamiento del Imperio romano era una clase dominante que por 800 años confrontó a un campesinado que reivindicaba su derecho a trabajar menos para ella y gozar más del tiempo para producir buena vida para sí. Hacia el siglo XV, en diversos lugares de Europa, la aristocracia terrateniente estaba a punto de perder la lucha de clases que la había enfrentado por ocho siglos al campesinado. La iglesia católica había proporcionado armas extraordinarias a la aristocracia, cruzando supuestos ideológicos con la construcción del derecho de la clase dominante a la represión de aquellos que se le oponían. Entre otras cosas, había fomentado una práctica jurídica que se sustentaba sobre un tribunal, el de la Inquisición, que utilizaba la sospecha y la delación como instrumentos legales para detener a sus enemigos. Sin pruebas y sobre la base de rumores, mujeres y hombres que instigaban al campesinado, a las y los artesanos y a los pobres en general a la resistencia contra el trabajo para los feudatarios, eran detenidos bajo acusaciones como las de ser herejes (es decir, críticos de la religión), bandidos, monarcómacos, rebeldes o, desde el siglo XV, brujas.
Aterrorizar la población campesina mediante la tortura, las ejecuciones públicas y el robo legal de sus posesiones para sufragar los gastos del tribunal de la Inquisición redundó en la división de la clase campesina, en particular separando a los hombres de las mujeres que habían sido por siglo el blanco del odio misógino de la iglesia cristiana y que, a pesar de ello, el campesinado reconocía como dirigentes.
La aristocracia en diversos países de Europa pudo vencer al campesinado sólo gracias a una alianza con una clase emergente, esa burguesía naciente que estaba formada por comerciantes, nuevos propietarios de tierras y dueños de grandes talleres artesanales que contrataban trabajadores a sueldo. Esta nueva clase dirigente, mezcla de la antigua aristocracia y la nueva burguesía, no exenta de contradicciones internas como lo demuestra la historia europea hasta la Revolución Francesa, engendró a sus propios intelectuales, que ya no fueron todos de extracción eclesiástica. Diversos constructores de un “saber práctico”: geógrafos, astrónomos y diversos navegantes, se incorporaron a la intelectualidad de la reacción anti-campesina que precedió los viajes de exploración con fines comerciales, que llevaron a la circunnavegación de África por los portugueses y la invasión de América por los españoles, en el siglo XV.
Sólo si somos capaces de ver a Occidente como una idea de espacio a dominar y no como un territorio pre-existente, podemos entender cómo éste se erigió en el lugar de la Modernidad en 1492.
De hecho, la idea de Occidente implica una temporalidad, pues representa el fin de la dominación feudal que siempre se frustró gracias a la resistencia de los y las campesinas. Con ello, representa el inicio de un tiempo de constantes imposiciones de la idea que el presente es y debe ser mejor que el pasado, pues debe ser moderno y no atrasado, lineal, lanzado hacia adelante, religioso y no mágico, científico y no empírico, sexualmente contenido, trabajador, disciplinado. Un tiempo de  las ideas de la nueva clase dominante europea sobre sus clases desposeídas y sobre los pueblos que intentó dominar militar, política y económicamente.
Occidente fue el martillo de los pueblos originarios en Abya Yala, tanto como fue el martillo de las brujas en Europa.
Entendido como la proyección de una dispersa y convulsionada clase dirigente cristiana pos-feudal sobre diversos territorios americanos, Occidente es también el tiempo de la Modernidad. Nació de la necesidad de construir un espacio supranacional por una clase dominante que en sus países estaba transformando su pertenencia étnica en una “nación” o pueblo gobernable por un “estado”, algo que ataba las clases no dominantes a un identidad común, y pretendía expandirse sobre territorios que no les pertenecían con el pretexto de modernizarlos. Así Occidente era un tiempo-territorio común a y de los españoles, franceses, portugueses, ingleses y holandeses, pues no era ninguno de sus países y los representaba a todos. A la vez, Occidente formaba en su seno a sus “otros”, a los no-occidentales de sus territorios, a los “atrasados” de su temporalidad.
Occidente implicó el nacimiento contemporáneo de la nación colonizadora y de los pueblos colonizados, fijando el dominio de la primera mediante la utilización de los supuestos ideológicos de su clase dirigente. Estos supuestos, muchas veces descritos metafóricamente como “bases” o “fundamentos”,  provenían de una ideología eclesiástica que iba dividiéndose entre un programa meridional (el católico) y un programa nórdico (el reformado), y era heredera de una religión étnica (la judaica), una filosofía antropocentrista (la griega) y un sistema político jurídico universalista (el romano), que cambiaba el uso de elementos religiosos de lo colectivo a lo individual, para afianzar el valor de una economía emergente y, por ende, de una definición de clases y de un sistema político que le garantizaran el poder en todo lugar.
De tal manera Occidente es el territorio de la Modernidad, portador de un proyecto civilizatorio clasista, que recicla el colonialismo romano desaparecido en Europa durante la época feudal y lo refuncionaliza en sentido racista y sexista.
En América, la Modernidad construye a Occidente como un lugar-tiempo donde los pueblos originarios, derrotados por la guerra, el hambre, el trabajo forzado, el desplazamiento, las enfermedades, pero protagonistas de rebeliones constantes, son definidos como no desarrollados, no inteligentes, no ideológicos, no proyectados al futuro, no totalmente humanos: pueblos que los conquistadores (provenientes de los estratos más avorazados de la nueva clase dirigente) asimilan al campesinado europeo, y cuya desaparición no provocaría una pérdida.
La transición a la Modernidad, en Europa, implicó el hambre de millones de campesinos expulsados del campo y revueltas por la comida, la separación de la producción de mercancías de la reproducción del trabajo y la introducción del salario como instrumento de coacción para mantener a los pobres arraigados en un lugar. En América, la Modernidad trajo aparejada la construcción del racismo como instrumento de control de la población trabajadora.
Y en el siglo XIX, después de las luchas independentistas que principiaron en 1782 como revueltas indígenas y resultaron en 1822 en repúblicas señoriales, por motivos propios a esos entronques patriarcales que eran a la vez racistas y esclavistas, como lo ha visualizado Julieta Paredes, América se convirtió en un lugar de expansión y afirmación de lo occidental no sólo por herencia colonial sino por un paradójico incremento de la valoración de lo europeo en su proceso de afirmación nacional. Mediante la incorporación de occidentales no contemplados por los colonizadores, secundarios en cuanto migrantes pobres, ridiculizados porque pertenecientes a pueblos colonizados en la propia Europa (los italianos, por ejemplo), pero aceptados por un origen étnico magnificado (el “europeo”) que los acomunaba a los antiguos colonizadores, los países americanos expandieron su occidentalidad.

Uno de los problemas mayores para las feministas que empezaron a actuar en la segunda mitad del siglo XIX desde Argentina hasta México -blancas, letradas, familiares de mujeres que habían participado en los movimientos independentistas y que luego habían sido marginadas de la construcción de las repúblicas resultantes, liberales que pugnaba a la vez por el reconocimiento de la igualdad entre todos los individuos y el derecho a la propiedad privada como un derecho humano- fue que por su propia ubicación en el mundo occidental no pudieron verse en el territorio-tiempo de las mujeres indígenas y negras que convivían con ellas en el mismo espacio americano, pero con un trato social, acceso al bienestar económico, significado de la matrimonialidad, seguridad y educación totalmente diferentes.
Por mucho que algunas experiencias particulares de la historia de la América Latina independiente (las montoneras de los federalistas argentinos, las revueltas liberales en Bolivia y Colombia, la resistencia a intentos de invasión europea o estadounidense, la revolución mexicana, y otras) acomunaron brevemente a los diferentes estratos de la población, las mujeres de los pueblos indígenas de los estados republicanos vivieron experiencias de continuidad colonial, en un contexto de negación de sus autonomías.
La liberación para las mujeres indígenas pasaba por la posibilidad de no entrar en contacto con el mundo blanco. Su autonomía se veía limitada por la amenaza de volverse “criadas”, es decir niñas que bien podían recibir una leve alfabetización en casa de amas blancas, pero que a cambio enajenaban su libertad de movimiento, palabra y sexualidad al control de una familia, que se acompañaba de la descalificación constante de su lengua, cultura, medicina, trato y estética. 
El primer feminismo no vio a las mujeres indígenas sino como atrasados resabios de una cultura a superar, tal y como los liberales vieron a todos los pueblos indígenas, e intentó intervenir sus vidas y decisiones mediante la acusación de no ser capaces de desarrollo o liberación.  Durante toda la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, según revisamos en revistas de escritoras proto-feministas y de feministas liberales y socialistas mexicanas y guatemaltecas con Gladys Tzul y Maya Cu, si las mujeres indígenas eran mencionadas era con el fin de denunciar su condición de pobreza, atraso, violencia y analfabetismo, representando su vida como necesitada de la tutela o del ejemplo del “desarrollo” blanco. Salvo la honrosa excepción de la feminista mexicana de la diferencia sexual avant la lettre, Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, quien pregonaba una liberación de las mujeres a través de un cultura propia, influida por la maternidad y la recuperación de la cultura indígena,[13] argumentos anti-indígenas plagaron el feminismo, que identificó la defensa de la autonomía de las comunidades con una defensa del patriarcado. Sin embargo, cualquier feminista se hubiese sentido ofendida con una duda sobre su antirracismo.
Las ideas de liberación individual propias del feminismo occidental se sostienen en una supremacía del individuo, femenino o masculino que sea, sobre un colectivo sexualmente indeterminado (el pueblo, la clase, la comunidad). El individualismo occidental, heredero directo del anticomunitarismo o anticampesinismo de inicios de la Modernidad, instrumental  de la razón liberal y capitalista, actúa en la evaluación de las feministas de la vida comunitaria reivindicada como necesaria e indispensable para su propia autonomía por las mujeres indígenas. Así, casi a pesar de ellas, las feministas se convirtieron en agentes de lo que Laura Rita Segato llama “el polo modernizador estatal de la República”, pues mientras reclaman el discurso de la liberación a través de la denuncia de la violencia contra las mujeres, la igualdad salarial y la no discriminación educativa y social, introducen preceptos individualistas que las mujeres indígenas identifican como anticomunitarios, cuando no abiertamente como racistas.
En la actualidad, muchas mujeres de los pueblos originarios de América[14] cuestionan la estructura del poder blanco con su presencia y su palabra. Su definición como indígenas en las leyes coloniales ocultaba su condición de trabajadoras, y en la actualidad las margina como ciudadanas. La devaluación histórica de su trabajo, las ha convertido en mujeres pobres, dependientes de los hombres de su comunidad y de los mercados que les compran sus producciones (como vendedoras de los productos agrícolas y de las artesanías producidas por su comunidad). No obstante, se niegan a aceptar la condición de pobreza con que la cultura capitalista las identifica y, cuanto más participan de las reivindicaciones y reconstrucciones de las identidades de sus pueblos, afirman que sus conocimientos, sus habilidades manuales, su capacidad reproductiva son una forma de prosperidad.
Esta afirmación autonómica hoy las lleva a denunciar que las feministas occidentales las rechacen y oculten por considerarlas atrapadas en los códigos anti-modernos de los referentes culturales de su comunidad (entre ellos, la idea de identidad colectiva) o en la sobrevivencia social, obviando su liberación individual.
De hecho, las mujeres de los pueblos indígenas de América, o más bien de Abya Yala, el nombre kuna que, en especial en América del Sur, es utilizado por los y las dirigentes y comunicadores indígenas para definir al sur y norte del continente, siendo América un nombre colonial con el que no quieren identificar su territorio común, generan desde sus comunidades conocimientos sobre su lugar como mujeres con presencia, voz y protagonismo en el mundo.
Esta acción cognoscitiva es en parte autónoma de los proyectos de liberación femenina, en particular de aquellos que le fueron expropiados al movimiento feminista por los estados y los organismos internacionales, las organizaciones no gubernamentales y las transnacionales agroindustriales, médicas, jurídicas y educativas (las así llamadas políticas públicas con enfoque de género). Y en parte es fruto de una nueva alianza que se está gestando entre feministas que cuestionan su accionar ante la nueva andanada misógina de estados e instituciones, activistas de los derechos de las mujeres que reconocen el derecho a la autonomía, y antropólogas que buscan dar respuesta a las demandas que les presentan otras mujeres que se niegan a ver como “objetos” de estudio.
Hoy no puede obviarse que los pueblos y naciones indígenas apelan a la diferencia (cultural, educativa, histórica) para reivindicar su autonomía, en abierto desafío al sistema de representación política que no los consideró aptos para la construcción de la modernidad emancipada, en general, y los proyectos de nación, en particular. Entre los elementos que constituyen la diferencia está obviamente la construcción de los géneros, entendidos como atribuciones sociales de las labores y valoraciones de lo considerado propio de las mujeres y de los hombres. Estas atribuciones varían, en las sociedades más patriarcales son más rígidas, casi inamovibles, mientras en las sociedades equitativas son flexibles. Tienen que ver con historias muy antiguas, historias coloniales e historias recientes, entroncan patriarcados sumando restricciones religiosas de la sexualidad propias de tradiciones ancestrales con la represión católica de la movilidad, libertad y opinión de las mujeres. A la vez, valoran de diferentes maneras el papel que las mujeres jugaron en la resistencia cultural y comunitaria a la dominación colonial. Interpretan la dualidad en sentido heteronormativo, categórico y misógino, supeditando lo femenino al servicio y obediencia de lo masculino, o en sentido constitutivo, fluido y participativo. Los sistemas de relaciones de géneros, que bien pueden ser dos o más, incluyendo géneros performativos o transvestis, son propios de los pueblos y son históricos, no pueden ser reducidos a la interpretación occidental, hegemónica, de los géneros en las repúblicas modernas, so pena de intervenir la autonomía deliberativa de las mujeres indígenas en su propio proceso histórico de liberación. 
Desde la década de 1970,[15] las políticas de larga duración, o políticas de resistencia los pueblos indígenas, que se iniciaron desde el momento de su derrota militar en la invasión española y portuguesa, cambiaron de estrategia. Entonces en las sociedades originarias se manifestaron cambios profundos y transformaciones que llevaron a un verdadero “despertar” étnico-nacional-comunitario.[16]
A la vez que los pueblos indígenas intensificaban su reclamo por el territorio, eje principal de su política, empezaron a exigir a las repúblicas emanadas de las luchas independentistas del siglo XIX su reconocimiento como sujetos de derecho, produciendo representaciones alternativas a la nación de la modernidad emancipada. Política, demográfica, religiosa y culturalmente, y hasta en la producción de una amplia y diversa literatura en sus propias lenguas,[17] en los años setenta se forjó un formidable posicionamiento de los pueblos indígenas. Se propusieron a sí mismos en los cambiantes escenarios posmodernos del fin del estado de bienestar, de los gobiernos represivos (no importa si emanados de golpes de estado como en América del Sur, en guerra abierta como en Centroamérica, o autoritarios como en México y Colombia), del posterior neoliberalismo económico y del debilitamiento del estado paternalista, como pueblos agrupados en nacionalidades con su cultura, su legalidad y su derecho a ejercer una salud y una educación propias. 
Después de haber resistido genocidios brutales en Guatemala[18] y Perú[19] –donde, con la excusa del combate a las guerrillas o al terrorismo, las Fuerzas Armadas y la Policía aplicaron una política de tierra arrasada, masacrando enteras comunidades y criminalizando a los pueblos originarios-, y tras desafiar el orden racista del estado en Colombia, en Ecuador, en Bolivia, en México y en Chile -donde las mismas fuerzas represivas buscaban amedrentar, reprimir y derrotar toda acción que produjera un fortalecimiento o una representación positiva de los pueblos originarios-, en la década de 1990 los pueblos de Abya Yala, gracias a un creciente movimiento de oposición pacífica activa,[20] resultaron disidentes capaces de confrontar a las repúblicas que habían continuado a construirlos, considerarlos y tratarlos como entidades negativas, tal y como con anterioridad habían hecho los gobiernos coloniales.
A partir de entonces, los pueblos indígenas se reinventaron, se imaginaron, se reconstruyeron, en un intenso proceso de redefinición identitaria con claros tintes de nacionalismo local, como movimientos y organizaciones que al defender sus comunidades recuperaban y reinterpretaban antecedentes históricos, religiosos, étnicos y actuaban manifestando elementos nacionales fuertes, con una rica tradición de lucha, capaces de una resistencia al borde de lo imposible y de defender la Madre Tierra, encarnada en sus tierras colectivas, de la expansión del capitalismo agrario, de la minería y la explotación del agua.[21] 
De comunidades marginadas, perseguidas, negadas, minorizadas o víctimas de un real apartheid, se hicieron pueblos en diálogo entre sí, generando una política internacional de redes de naciones originarias que se reúnen en territorios liberados o reivindicados o defendidos y, a nivel nacional, una representación alternativa al universalismo del estado-nación.[22]
En este contexto, plantearnos preguntas sobre sus sistemas de pensamiento, y en particular de pensamientos políticos feministas, que no son recogidos por la historia de la filosofía ni la historia de la cultura académicas, implica reconocer espacios de construcción de proyectos y de transmisión de conocimiento propios de colectivos históricos.
Confrontar las dificultades epistémicas que presenta la diferencia cultural y cuestionar la unívoca transmisión de conocimientos de las academias latinoamericanas contemporáneas, formadas para responder a las necesidades de las repúblicas modernas,[23] es hoy una tarea apremiante para un feminismo que no puede reducirse a la búsqueda de aplicación de una “agenda”, es decir de un conjunto de normas elaboradas por un grupo de mujeres blancas.
La recuperación, que en ocasiones es una verdadera reinvención, del propio ser pueblo o nación tiene una fuerza política transformadora, contraviniendo primeramente la invisibilidad a la que habían sido condenadas por siglos las lenguas, las cosmovisiones y las relaciones de género, así como los sistemas educativos y de salud que de ellas se derivan, de más de 607 pueblos.[24]



[1] Con Maya Cú publicamos en la revista Manovuelta de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (“Feminismo y racismo en América latina”, año 3, n.6, 2007) parte de nuestro diálogo epistolar sobre el carácter racista de las sociedades mexicana y guatemalteca iniciado en 2006. En él intervinieron en la red, las dominicanas Ochy Curiel y Yuderkis Espinoso, feministas radicales negras y lesbianas. Con la filósofa k’iché Gladys Tzul analizamos qué es el racismo y cómo se expresa en las naciones latinoamericanas que tienen un proyecto nacional que no puede tolerar la existencia de culturas diversas en su seno, aunque éstas sean mayoritarias o apenas minorizadas por prácticas de desconocimiento –como  la imposición de definir a todos los pueblos indígenas como “campesinos”, en Perú, o como la insistencia en el carácter mestizo de la nación, en México, El Salvador y Honduras. Juntas debatimos largamente cómo el racismo es naturalizado por las culturas de origen colonialista, y cómo tiene relación con la inferiorización de las mujeres, otro proceso histórico de discriminación masiva, naturalizada por el sexismo, convirtiendo con ello a las mujeres en seres destinados al servicio del grupo de los hombres, dentro de todas las clases y en el cruce de clases.
[2] Cfr. ¿Qué pasaría si la escuela…? 30 años de construcción de una educación propia, Programa de Educación Bilingüe e Intercultural, Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), Editorial El Fuego Azul, Bogotá, 2004 y  Wejën-Kajën. Las dimensiones del pensamiento y generación del conocimiento comunal, H. Ayuntamiento Constitucional de Santa María Tlahuitoltepec Mixe, Oaxaca, México, cabildo 2008


 [3] Idea muchas veces expresada en nuestros diálogos en la Paz, Bolivia, en febrero y en abril de 2011. También puede encontrarse en: Julieta Paredes, Hilando fino desde el feminismo comunitario, Comunidad Mujeres Creando/Deustscher Entwicklungdienst, La Paz, 2010 y en Victoria Aldunate y Julieta Paredes, Construyendo Movimientos, serie Hilvanado, publicación solidaria en el marco del Convenio para el Empoderamiento de la Mujer en Perú y Bolivia, La Paz, 2010
[4] Cfr. Emma Delfina Chirix García, Afectividad de las mujeres mayas. Ronojel kajowalb’al ri mayab’ taq ixoqi’, Grupo de Mujeres mayas Kaqla, Guatemala, 2003

[5] Este dato me lo reveló Silvia Rivera Cusicanqui, mientras dialogábamos frente a la iglesia de San Francisco, en La Paz, donde ella participaba de la vigilia de mujeres en espera de las y los marchistas indígenas que venían del  Territorio Indígena y Parque Isidoro Segure (TIPNIS). Lo uso sin haberle pedido su consentimiento porque me resulta un dato muy revelador del tipo de relaciones epistémicas que se instauran entre “hombres” educados en la academia y los y las curanderas indígenas, por muy revolucionarios que se consideren.
[6] Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’ixinakax Utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Editorial Retazos/Tinta Limón, Buenos Aires, 2010

[7] Cfr. Horacio Cerutti Guldberg, Filosofar desde Nuestra América. Ensayo problematizador de su modus operandi, UNAM/Miguel Ángel Porrúa, México, 2000

[8] Durante una charla que sostuvimos el 17 de septiembre de 2010 en Intibucá, Honduras, y que me permitió grabar.
[9] Es de mencionarse que las feministas negras de dominicana postularon “desuniversalizar” el sujeto Mujeres en la historia del feminismo continental (cfr. Ochy Curiel, “Los aportes de las de las afrodescendientes a la teoría y la práctica feminista: desuniversalizando el sujeto Mujeres”, 2007, http://www.iidh.ed.cr/comunidades/diversidades/docs/div_enlinea/afros%20feminismo.htm). Desde una perspectiva de lectura crítica del universalismo académico, cfr. a la antropóloga mexicana Sylvia Marcos en Cruzando fronteras. Mujeres indígenas y feminismos abajo y a la izquierda, Editorial Cideci/Universidad de la Tierra, San Cristóbal de las Casas, marzo 2010, p.26
[10] Dicho durante el encuentro que sostuvimos en Ciudad Guatemala en julio de 2011.
[11] Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, Tinta Limón, Buenos Aires, 2010, p.53 y s.
[12] En las concepciones inmediatas de la realidad social contemporánea, los conceptos de “occidental” y “capitalista” en América están tan intrínsecamente vinculados que no pueden separarse. No obstante, la mayoría de los planteamientos conocidos del socialismo científico son también occidentales u occidentalocéntricos ya que se sostienen en una división temporal de la historia pensada por Marx, que sólo toma en consideración la historia europea masculina para pensar los sistemas políticos y las formas económicas mundiales.

[13] Juana Belén Gutiérrez de Mendoza escribió entre otros textos La República Femenina, en 1936, un libelo que publicó con sus propios fondos  y los de su amiga, la comunista Concha Michel (Fue rescatado por Ana Lau de la biblioteca familiar de la sobrina de Juana Belén). En el defiende los aprendizaje propiamente femeninos que otorga la maternidad.
[14] Silvia Rivera Cusicanqui critica el uso de “pueblos originarios” para nombrar a las naciones de Abya Yala, pues tiene una connotación de pasado primordial que tiende a cancelar su “coetaneidad”, excluyéndolas de la modernidad. Lo reconozco y acato: no existe una sola modernidad, sino muchas, coetáneas y en ocasiones divergentes; las modernidades de los pueblos indígenas tienen que ver con la historia de la invasión europea, desde la perspectiva de la resistencia, la readaptación, la integración, el rechazo, es decir desde  perspectivas no-originarias. Ahora bien, todos los términos relativos al conjunto de los pueblos americanos no blancos ni blanquizados (según la definición de Rita Laura Segato, en “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje”, en Crítica y Emancipación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, año II, n.3, CLACSO, Buenos Aires, 1er semestre de 2010, pp. 11-44)  son conflictivos. Las y los mapuche se niegan a ser llamados “indios” y rechazan el apelativo de “indígenas”, pues son mapuche, una nación  no colonizada, pero las y los aymaras afirman que “si como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos”. Indígenas, pueblos autóctonos, nativos, califican el lugar de origen de las personas, no la antigüedad y trascendencia histórica de sus pueblos y han sido usados históricamente como peyorativos. “Etnias” es una definición política ambigua que se usa desde el Estado para no nombrar a los pueblos como tales o como naciones, en nombre de una supuesta identidad nacional de cuño estatal, como en Chile o en Paraguay. “Campesinos” es un término todavía más perverso: se ha utilizado en Perú y en México con un sentido racista, vergonzante, de la corrección política; en realidad sirve para invisibilizar el componente político de la resistencia e identidad indígenas. Usaré por lo tanto, con respeto y consciente de la ambigüedad que revisten, sea la definición de pueblos originarios que la de pueblos indígenas para hablar del conjunto de las nacionalidades americanas no estatales que hacen remontar su historia y su cultura a orígenes no europeos ni africanos, intentando respetar su nombre cada vez que pueda hacerlo.
[15] En 1971 los migrantes de los pueblos andinos que llegaban a Lima, se tomaron Villa El Salvador, dando pie a los posteriores movimientos urbanos del Perú; en 1972 los indígenas nasa del Cauca, en Colombia, formaron el  Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) que hoy es una fuerza fundamental para la reconstrucción del estado-nación colombiano; en 1972, por impulso de Tránsito Amaguaña la confederación kichwa Ecuarunari inició su trabajo en Ecuador; los aymaras escolarizados de Bolivia en 1973 publicaron el Manifiesto del Tiahuanaco, donde exponían sus derechos como pueblo; en 1974 todos los pueblos mayas de Chiapas se reunieron en un congreso en San Cristóbal de las Casas alrededor de la teología india de la iglesia católica; por 1978 los mayas de Guatemala empezaron a organizarse para confrontar la opresión racista del estado; etcétera.
[16] La excepción que representan para esta apreciación general los pueblos guaraní y chaqueños del Paraguay, ojalá sea pronto abordada por las y los intelectuales de esos pueblos. Seguramente responde a las prácticas de devastación ecológica de su entorno, y las consecuencias que éste tuvo para el mantenimiento de su cultura, durante la dictadura de Stroessner (1954-1989). Paraguay es hoy un territorio devastado por los cultivos extensivos de soya transgénica y la ganadería, que contaminan  la tierra y el agua y fomentan la tala del bosque nativo. La población más oprimida y explotada del Paraguay la componen las mujeres indígenas, en ocasiones confrontadas con la población campesina más pobre que invade sus tierras comunales en busca de terrenos para sembrar.
[17] A pesar de que no cite ni a una sola escritora, según una muy común invisibilización de la producción artística femenina,  Hermann Bellinghausen, en “La escritura en lenguas mexicanas” ( Blanco Móvil, n. 117, Ciudad de México, invierno-primavera 2011, pp.2-10), describe cómo desde la década de 1980 los poetas y narradores indígenas de México se posesionaron de la palabra escrita, la utilizaron desde sus mundos simbólicos, llegando a 2010 “con una masa crítica de producción literaria que da motivos para quitarse el sombrero con admiración”.  Cfr. también: Noam Chomsky, “Resis­tencia y esperanza: El futuro de la comunalidad en un mundo globalizado,” en Lois Meyer, Benjamín Maldonado, Rosalba Ortiz y Víctor García, Entre la normatividad y la comunalidad: Experiencias educativas innovadoras del Oaxaca Indígena actual, Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca, Oaxaca, 2004;  Carlos Montemayor, La literatura actual de las lenguas indígenas de México, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, Ciudad de México, 2001 donde afirma que “muchos magníficos escritores de México y del continente” están elevando un himno de América que hubiera encantado a Neruda y a que “proviene de las más antiguas y nuevas palabras de nuestras tierras continentales”; Carlos Montemayor, La voz profunda, antología de literatura mexicana en lenguas indígenas, Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 2003 (donde antóloga a varias mujeres);  y Mario Molina Cruz, “El coloquio de las mazorcas”, en Ga´biýallhan yanhit benhii ke will/Donde la luz del sol no se pierda, Escritores en Lenguas Indígenas A.C.; Ciudad de México, 2001.
[18] Más de 200.000 muertos en la década de 1980. Las cifras siguen aumentando según los hallazgos de tumbas colectivas y pueblos arrasados en las montañas y las selvas de Guatemala. Las masacres fueron acompañadas de ecocidios para la privatización de las tierras silvícolas por los altos mandos castrenses de la guerra contrainsurgente, quienes, por ejemplo en El Petén, las convirtieron en ranchos ganaderos.
[19] 75.000 muertos y desaparecidos, casi todos ellos hablantes del quechua o de lenguas amazónicas, durante los gobiernos de los presidentes Belaunde, García y Fujimori y por parte de la guerrilla maoísta-personalista de Sendero Luminoso, encabezada por Abimaíl Guzmán, el “presidente Gonzalo”, en las décadas de 1980 y 1990. Sendero Luminoso también actuó contra los movimientos urbanos de migrantes en la capital.
[20] A diferencia de los movimientos étnico-nacionales africanos y asiáticos, las movilizaciones de los pueblos y naciones de América tienen un carácter pacífico, no intentan separarse del estado y abogan por el reconocimiento pleno de sus nacionalidades, cuestionando las formas hegemónicas de construcción moderna de la nación y la ciudadanía. Solas excepciones, y por cortos periodos, a esta tendencia continental fueron el Movimiento Armado Quintín Lame, que en la década de 1980 en Colombia defendió a las organizaciones indígenas del Cauca de la escalada de violencia del estado, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional que el 1 de enero de 1994 irrumpió en el escenario político para reclamar una transformación del Estado Mexicano con el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas.
[21] Una de las mejores reflexiones y puesta al día acerca del estado de la cuestión de los neo-nacionalismos indígenas en las décadas de 1990 y 2000, se encuentra en: Ramón Pajuelo Teves, Reinventando comunidades imaginadas. Movimientos indígenas, nación y procesos sociopolíticos en los países centroandinos,  Instituto de Estudios Peruanos/Instituto Francés de Estudios Andinos, Lima, 2007
[22] Un cuestionamiento de las categorías del estado moderno latinoamericano se encuentra en la compilación de Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel, El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Siglo del Hombre Editores/Pontificia Universidad Javeriana/Instituto Pensar, Bogotá, 2007. No obstante, toda su reflexión sólo toma en consideración pensamientos producidos en la academia, con un muy ligero cuestionamiento de la hegemonía del lugar desde donde se produjeron. 
[23] Según Rita Laura Segato, las naciones americanas no son mestizas sino blancas o blanquizadas, es decir asumen como  identidad neutra colectiva la que privilegia el lado europeo de su sistema de organización, convirtiendo en “otros” a los pueblos indígenas y las colectividades afroamericanas. De esta forma, las naciones americanas esconden el racismo construido por la explotación colonial que no ha terminado de destejerse porque representa los intereses de la economía capitalista y sostienen la legalidad con que el racismo y el sexismo fueron impuestos: “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje”, en Crítica y Emancipación. Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, año II, n.3, CLACSO, Buenos Aires, 1er semestre de 2010
[24] 607 es el número de pueblos que he oído reivindicar en muchas reuniones continentales de los pueblos de Abya Yala, pero aún las dirigentes que manejaban esta cifra decían que las naciones de Abya Yala pueden ser muchas más. En realidad es imposible definir cuántos pueblos originarios actúan y viven hoy en día  en Nuestra América. Todas las cifras que se manejan desde los estados nacionales tienden a reducir su número y pueden ser desmentidas.
------------
------------