viernes, 24 de junio de 2011

De nuestro Brasil brasileiro

Río de Janeiro

Helena

Ya que la fotógrafa no tiene los medios de mostrar sus fotos, les contará un poco de esta ciudad tan nombrada.

Es el contraste de todo, desde su arquitectura que va de los enormes cerros cubiertos por maleza selvatica, llenos de monos y mosquitos, de edificios enormes con paredes de cristal, edificios no tan enormes con penhaus llenos de plantas bellísimas, construcciones de principio de siglo, enormes parques y shopping centers, hasta las hermosas playas del mar Atlántico (que les tengo que confesar, yo ya extrañaba) por las cuales, apenas se superan los veintitrés grados, se pasea en traje de baño todo tipo de persona.

Es un contraste porque es una ciudad pluricultural, y como toda ciudad rica de América Latina, tiene su parte pobre, que es la más pobre de todas. Lo curioso de aquí es que no la esconden como en México, o al menos no logran esconderla porque es una ciudad que va toda a lo largo. Y desde las ricas playas de Ipanema, Leblon y Copacabana una puede admirar lo bello y lo terrible de las Fabelas, que dan y quitan vida a esos cerros que en una época eran tan verdes como los otros.

A parte de ser un contraste, es una ciudad muy viva, llena de movimiento y llena de turismo... Y eso que esta es la parte menos turística del año por el terrible invierno, que hoy me dio treinta grados a la sombra.

Su historia, de la que sé muy poco, es muy particular, la locura portuguesa la convirtió en capital del imperio luso-brasileño en un periodo, y creo que eso del imperio-imperialista Brasil lo tiene todavía muy a flor de piel: éste es uno de los grandes países del comercio mundial.

La población negra está muy integrada, para no decir totalmente, y el racismo hacia ella es cada vez menor aunque persiste. De la población indigena, no se sabe nada y nadie la menciona... Eso no cambia, Brasil es como toda América Latina.



Mato Grosso do Sul, Mato Grosso y Rondonia

Francesca

Mis viajes absurdos: tras dejar Paraguay y sus selvas arrasadas por el roundtrup y las semillas transgénicas de Monsanto en Pedro Juan Caballero, me fleto 40 horas bus de Dourados a Porto Velho, atravesando Mato Grosso do Sul, Mato Grosso y Rondonia, con sus pantanales de bagres gigantes y garzas de cabezas y picos negros, sus procesadoras de biocombustible, más selvas arrasadas, maizales, caña de azúcar y siembras de teca por kilómetros cuadrados, para llegar a las 10 de la noche y embarcarme a las 5 de la mañana. La ciudad de todas formas es cuatro calles comerciales, un enorme centro judicial en construcción y una serie de edificios públicos que mandarían en delirio a cualquier arquitecto modernista. Para llegar al puerto, donde toman el poco aire fresco de esta noche tórrida unos cuantos hombres y dos mujeres, hay que pasar por un viejo ferrocarril que ahora hace las delicias de los niños… y le saca suspiros a mi viejo taxista: que hermoso era escucharlo llegar, me dice. A la vera del puerto brillan las luces de la “usina”, una hidroeléctrica que trabaja por tres turnos 7 kilómetros río arriba. 17 kilómetros más al oeste, hay otra. El Madeira, con su imponente grandeza, es un río intervenido.

Pregunto a mi taxista si la gente está contenta con las “usinas”. Es un filósofo del taxi, mi taxista; me contesta que la gente ya no sabe si está contenta o no, sólo se deja vivir. ¿Por qué se va en barco?, pregunta al fin. Para ver, digo. Sacude la cabeza, pero no abre la puerta. Decide que no tiene trabajo a estas horas y que no va a dejarme aquí sola esperando el barco: una cerveza mirando el pasado, su pasado, no me va a venir mal.

Las puertas del Club do Ferroviário están cerradas. Otro club, donde los sábados las personas de la tercera edad van a bailar. Inmenso y rodeado de antiguos graneros en decadencia que pronto alguien tumbará para construir un centro comercial. Es jueves y sus puertas también están cerradas. Tengo sueño, pero ya son las 2 de la mañana, ni modo irse a dormir. Además en el barco voy a tener tiempo de sobra para echar la siesta  mañana que es San Juan, santo de mi madre y fiesta del agua.
Tomamos una cerveza ligera con el grandilocuente nombre de Kaiser (todo es grandilocuente en este país inmenso, hay ciudades que se llaman Divinópolis y Uberlandia y cada pueblo es la capital de algo). Mi taxista habla del campo, de cómo de la ganadería se ha pasado a esta siembra por la siembra que desplaza a los campesinos porque es toda mecanizada. No es un ecologista, pero intuye que algo anda mal. No, a él no le gustan mucho las usinas, pero qué le vamos a hacer, es la Modernidad. A las tres y media me deja en el puerto, debe irse a casa. Si su hija despierta y no lo encuentra, lo va a reñir por haber trabajado de noche: lo cuida porque es viejo, me explica. Luego agrega que no le gusta ser viejo, que si fuera más joven se iría. Le pregunto dónde y se encoge de hombros.

De la usina no llegan ruidos, sólo brillan exageradamente sus luces y se reflejan en las aguas calmas del Madeira, un riazo que me llevará por mil kilómetros hasta desembocar en el Amazonas. Cuatro días de viaje, dos barcos a la semana. No hay nadie en el puerto todavía. Seguro la barcaza podrida que descansa frente a la agencia no es mi barco. Tampoco sé a quién preguntárselo. Los hombres y las mujeres que tomaban el fresco del otro lado de la calle, se han ido.

Despierto acodada a mi mochila cuando el sol tiñe de rosa la parte baja del río y el cielo de la ciudad. Carajo, es tarde. Me he acostumbrado a que, verano e invierno, el sol se levante a las 6 y media y se oculte, en un desparpajo de rojos intensos y dramáticos, a las 6 y media: a pocos kilómetros de aquí cruza la línea ecuatorial. ¿Qué pasó con el barco? No ha llegado, señora. A las 10 de la mañana nos dirán que una avería lo ha detenido y no llegará. Señoras con bultos diversos se retiran. Aquí se comercia de todo y las señoras vienen a comprar a Porto Velho para vender luego en sus pueblos a lo largo del río: el pequeño comercio es cosa de mujeres así como la ganadería es cosa de hombres. El próximo barco saldrá el martes. No puedo esperarlo, Helena llegará a Manaos el 27 y el 28 tenemos el barco para Leticia, en la Amazonía colombiana. No me queda sino el avión para atravesar el “Portal da Amazónia”, como llaman a Rondonia: desde que se ha detenido el tren no hay más caminos terrestres que el río. Lo irónico es que el tren se ha detenido porque ha llegado la carretera….

Qué frustración, por primera vez deberé volar sobre Nuestra América en lugar de acariciar su tierra. ¡Ay Pascualita, mi Pascualonchi, que en Honduras me has enseñado que la tierra no se pisa sino se acaricia! De repente, pienso en la anciana sabia lenca que nunca usa zapatos. Cuántas cosas nos han pasado en este año que está por terminarse, carajo ¡qué año terrible! Y sin embargo qué de personas increíbles, qué de cosas remarcables…

Voy al aeropuerto, sólo hay un vuelo al día: a las 3 y media de la mañana. No, no pagaré un hotel si no voy a pasar una noche. Dejo la mochila que por el cansancio parece pesar un quintal en un guarda-equipaje y tomo un bus de regreso a la ciudad. ¿Huelo mal? Me meto en el baño de un café y me lavo el cuello, las axilas; un rápido bidé con una botella de agua: lista. Bueno, la ropa da asco después de tres días, pero aguantará uno más. Por suerte no estoy vestida de blanco.

Por la ciudad deambulan unos indios kokama convertidos en mendigos: el desarrollo agropecuario les ha devastado las tierras; ya no tienen bosque donde residir, cazar, mantener vivas sus costumbres, el latifundio les ha quitado los pueblos, la tala se ha comido sus bosques, el río lo han perdido hace poco. Le doy dinero a un niño, pero no logro cruzar con él ni una palabra: no nos entendemos, mi mal portuñol no es algo que le interese descifrar. Se va arrastrando los pies con su madre y su hermanita. Pocos metros más arriba una señora los corre cuando se detienen frente a su casa. No oigo qué les dice, pero no ha de ser muy diferente de los insultos que he escuchado en otros lados de América. El racismo es un hecho continental, continentalmente negado: yo no soy racista, es que vienen a ensuciar; no hay racismo aquí, pero “ellos” realmente se niegan a progresar; ¿racismo en Brasil? Aquí todos somos café con leche, pero esos indios son incapaces de portarse bien… La lista es finita y se repite; machaconamente se repite. Colonialismo interno lo llaman González Casanova y Silvia Rivera Cusicanqui. Y, carajo, qué colonial es.

Manaos 
                            Filho da floresta, á agua e a madeira viajam nos neus olhos desde a infância.
                            Vai no meu peito o barco da esperanca e o amor pelo Amazonas, a pátria da
                             água.
                             Thiago de Mello


Hidroviaria, por supuesto el puerto fluvial se llama Estación Hidroviaria, ¿cómo no se me había ocurrido?

Manaos es, será siempre para mí, Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog. Y lo es de verdad, grandilocuente como el Río Negro que la rodea y que corre despacio a 3 kilómetros por hora para lanzarse en el veloz y blanco Amazonas que con sus 9 kilómetros por hora no permite que sus aguas se mezclen con las suyas, creando una extraña línea divisoria en medio de los 8 kilómetros que en ese punto separan las dos orillas. Grandilocuente como su Teatro Amazonas, de cúpula de talavera verde y amarilla y 680 asientos en un escenario neoclásico tropical. Grandilocuente como los 70 mil barcos, barquitos, botes, navíos, yates e hidrovolantes registrados en su puerto, el "máximo" de la Amazonía.

Hermosa y fuerte, la grandeza de Manaos tiene el tamaño de su decadencia. Gimnasios imperiales como monumentos al cuerpo que se esculpe, parques con trenes antiguos y carrozas, y un mercado donde se conjugan la pobreza y el deseo de hacerla, de lograr de una vez por todas salir de la pobreza. Mestiza, es la típica ciudad atlántica americana: caliente, divertida, malhablada, profundamente humana y, por ende, de moral no victoriana.

Es tan Fitzcarraldo que realmente existen las fábricas flotantes de hielo en las afuera del puerto.
Me gusta Manaos. Hasta el momento es el lugar que más me ha gustado de Brasil: me hace sentir en casa. Eso, por supuesto, no significa que esté bien. Ni que yo pudiera vivir aquí aceptando sus injusticias.

El desprecio a los pueblos indios, en esta ciudad mestiza en todos sus gestos y comidas, es propio de Nuestra América, se parece al peruano, mexicano, argentino. Nomás al llegar me entero que cuatro indígenas de los pueblos Kokama y Apuriña fueron acusados de haber invadido una propiedad privada. ¡Indios invasores! Armados además; sí, con lanzas, arcos y flechas. ¡Y participantes del Movimiento Indígena de Renovación del Amazonas!

Este movimiento se ha integrado para defender las tierras de un loteamiento que, para colmo del escarnio, se llama Paraíso Tropical. Los indios en el Amazonas no tienen prácticamente ninguna representación política. Su situación es más conocida en el extranjero, gracias a los movimientos indígenas del Abya Yala, que en Brasil. Si quieren tener peso político, deben votar, lo cual significa aceptar las leyes y el modo de vida brasileño, si quieren mantenerse en sus leyes y modos de vida, no votan y por lo tanto no les interesan a los políticos. ¿Quién ha dicho que la democracia es un buen sistema para América?

Los cuatro kokama y apuriña han trabajado durante dos meses para Roberto Chaves, el dueño del terreno que "invadieron" y éste cuando ya no le sirvieron, los echó sin pagarles, poniendo un candado para que no pudieran llevarse sus cosas. Roberto Chaves gritaba que iba a usar todo el peso de la ley contra los cuatro invasores porque "Movimiento indígena y mierda son la misma cosa".

En la maravillosa reserva ecológica de Janauarí, a 26 kilómetros río abajo de Manaos, las cosas cambian sólo de intensidad.

Un puerco rosa ha sido agarrado por las orejas. Dos fuertes brazos mestizos lo sacan de su pocilga flotante y el silencio vuelve a la aldea que descansa a orillas del canal. La reserva en este periodo del año está inundada. Las pocas casas flotantes que se agrupan alrededor de la escuela, y cuyos habitantes frecuentan tanto el bar como la iglesia, de marzo a agosto viven por las ramas del bosque amazónico, tocando tierra sólo en época de seca, ahí por el mes de diciembre. Los indios de una treintena de pueblos diferentes llegan entonces a vender semillas perfumadas de cumarú, frijoles de tentú, hebras de burití, una hierba que se teje, así como frutos del cupuazú, un delicioso primo del cacao, y castañas de pará, y algunos de los 2000 peces que nadan por el Amazonas y que, en su absoluta mayoría, son totalmente vegetarianos. Los mestizos habitantes de la aldea, pelo lacio y largo, hojos rasgados, bellos pómulos altos y un cobrizo brillo en la piel, les compran, intentan engañarles, no los aceptan en sus casas, se alegran cuando después de dejar los frutos de sus andanzas se van.