domingo, 8 de mayo de 2011

UN DOMINGO POR LA MAÑANA EN SANTIAGO

La casa es la de Ignacio y Rocío, arriba de la montaña, el otoño rojo y amarillo alrededor. Sus dos hijos son domingueros: uno ya está en la bici, la otra está en la cama frente a la tele. Despierto de un sueño divertidísimo, perverso: pienso en Meli y cómo se enojaría si se lo contara. Peor: si le dijera que me ha encantado.
Agarro la pluma, el lápiz. Y empiezo a escribir.
Cuento dominguero después de una semana de entrevistas frustradas, citas que saltan, paseos por un Santiago plano.

amor que a nadie amado

- ¿Qué es eso?
- Eso es mi hija, papá, te guste o no te guste.
Y eso fueron las únicas frases que intercambiaron el príncipe della Colonna Giberti y su hija cuando ella volvió repentinamente de Londres. Acto seguido su hija fue a vivir en una de las vecindades que su familia regenteaba desde el siglo XVIII en el barrio que estaba dejando de ser guarida de siervos fugados y malandrines urbanos, ese Trastevere donde ya algunos americanos llegaban para filmar sus películas sobre los italianos.
Esa hija creció extraordinariamente bella, con el apellido más sofisticado de Roma y sin un centavo. Sus largos músculos se formaron trotando cada día en el jardín botánico, sus ideas en la trastienda de Remo, el farmacéutico que la invitaba a hacer las tareas con sus hijas porque le gustaba su aspecto exótico y su carácter en las noches en que evitaba a los amigos borrachos de su madre para poder encerrarse en su cuarto y dormir.
Así llegó Martina della Colonna Giberti sin padre, sin ideología y con once años de escuela a cuestas a la noche en que la policía llamó a la puerta de la casa. Su madre había muerto por inhalar cristales puros de heroína en polvo, al confundirla con un pase de coca. 
El abuelo al día después intentó adoptarla y ella lo mandó a la chingada. Entonces fue enviada al más caro internado de monjas, del que no salió al cumplir los 18 años sino siete meses después, cuando terminó la escuela con honores. Martina había aprendido a no desperdiciar lo que le convenía. Su barrio se había vuelto un sitio de moda e hizo que el abuelo le escriturara el departamento a su nombre. Luego tomó un avión a Londres y fue con los dos amigos de su madre que podían saber quién era su padre. Ambos la pasearon por restaurantes, le regalaron un sombrero y sorpresivamente dijeron que las malas lenguas decían que era un pintor mexicano de paso por Londres rumbo a Lyon, donde residía la musa que le había robado el sueño.
Martina della Colonna Giberti se encontró con un país donde tener dos apellidos era normal y donde también era normal no tener padres. La guerra entre un gobierno débil y unos fortísimos cárteles de la droga no sólo estaba arrojando 40 mil muertos y 25 mil desparecidos a las estadísticas nacionales, sino también 100 mil huérfanos de un bando y otro. 
De su padre no encontró pistas que le agradaran. México era el país de los pintores, pero algunos eran tan feos que se dijo que no podían ser su padre y del que amó a primera vista porque tenía su mismo color cobrizo se enteró que nunca había viajado. También descubrió que hubo uno cuya historia calzaba a la perfección con el chisme que le contaron  en Londres, pero se había muerto dos meses antes en un estúpido accidente. Lo adoptó a medias y pasó seis meses encantadores en la bohemia anacrónica de la ciudad que se pretendía la más grande del mundo. Luego se preguntó si era tiempo de volver a Londres o a Roma.
Fue a Oaxaca, mientras tomaba la decisión. Trabajó de mesera en un restaurante, estudió grabado con un pintor zapoteca, perdió la virginidad con un músico y engordó cuatro kilos desayunando todos los días en el mercado. Cuando se hartó, por impulso, siguió rumbo al sur.
Cruzó la sangrienta frontera con Guatemala y la selva arrasada de ese país, se enamoró de un médico garífuna en Honduras y descubrió que no tenía temple para involucrarse en la resistencia empecinada de un pueblo de muertos de hambre contra una dictadura de explotadores. En Costa Rica se enteró que su abuelo había muerto. Aunque ella era su única heredera, el príncipe se la había arreglado para dejarle lo mínimo legal. Palacios, cuentas, tierras y castillos pasaron a manos de una congregación católica.
Martina se encogió de hombros. Había visto al abuelo cinco veces en su vida y ninguna fue agradable. Su madre evitaba hablarle de él. La pensión que le dejó era poca cosa para un millonario, pero equivalía a infinitamente más de lo que ganaba con sus trabajos. Viajó otro poquito y volvió a Roma.
En realidad las aventuras de Martina podrían haberse terminado con esa decisión. Se inscribió en la Universidad de Tor Vergara, terminó la licenciatura corta y se siguió con la larga, engrosó al final las filas de los desempleados.  No miraba la televisión por las noches, eso era lo único que la hacía diferente del grueso de los italianos. Por lo demás estaba deprimida, se consolaba comprándose ropa y cuando le daban ataques de ansiedad pasaba por el médico que le recetaba una serie de análisis que la mantenían ocupada durante tres semanas. Llegó, sin embargo, a los 28 años con su belleza intacta.
O bellísima la vio Diego Ceballos Cerda cuando al ser arrastrado por Santa María in Trastevere a las 8 de la madrugada la miró cruzar la plaza con su ondulado pelo negro sobre los hombros desnudos, el talle fino, las piernas longuísimas y su andar de pantera. Ella no se fijó en él, no era más que uno de los niños que se resistían a ser llevados a la escuela.
Nadie cree en la fuerza de la pasión infantil, pero los hijos de embajadores no tienen otra. Nómadas de una clase aburrida,  se enamoran o ni siquiera llegan a tener recuerdos. Por la tarde Diego Cevallos Cerda volvió a divisar a Martina. Para buscarla, dos días después se escapó de la clase de natación por la ventanuca del baño. Y luego de la de piano. Finalmente logró escabullirse de la de catequesis, que se fuera a la verga la primera comunión: la mujer de sus sueños estaba en la plaza y hablaba nada menos que con su mamá. Cuando le tocó la mano se electrizó, cuando ella le estampó un beso sonoro en la mejilla sintió que del estómago una descarga eléctrica le atravesó dolorosamente la entrepierna.
- Que ella me dé clases de pintura, pidió y le fue concedido.
Martina, primero a regañadientes, luego con más entusiasmo, empezó a subir por vía Garibaldi hasta el adusto palacio cuyas ventanas daban a los jardines de la escuela española. Y sus días cambiaron para siempre.
Con Diego tres veces por semana pintaron. Y también jugaron y, ya que se venía el verano, obtuvieron el permiso de salir por un helado y caminar en el tibio anochecer romano. El día en que ella se aprestaba a explicarle cómo fundir la cola en una hornilla para amalgamar los pigmentos, Diego Cevallos Cerda le besó el cuello y empezó a jadear.
- ¿Qué te pasa?, le preguntó Martina.
- Te amo.
No hizo caso de la respuesta, pues era inconcebible. Pero no por ello menos placentera. Día tras día, Martina dejó que Diego la besara, luego permitió que la desvistiera, y finalmente que la acariciara con su cuerpecito desnudo.
Llegaron las vacaciones de verano, tres meses de libertad. Martina fue invitada a México por insistencia del niño. Paseó por segunda vez por los barrios agitados y decadentes de la ciudad, bebió más mezcal que diez años antes y no dejó de dormir con el niño que la esperaba de regreso de sus andanzas con una sarta de reclamos todas las noches.
Fue de regreso al opresivo invierno romano, cuando Diego iba a cumplir 10 años que la directora de la escuela puso sobre aviso a su mamá.
- Algo angustia demasiado a Diego.
Entonces, una tarde, la embajadora entró al estudio de pintura que había mandado construir en la buhardilla. Vio a Martina echada en el sofá y a su hijo en lágrimas pidiéndole amor mientras la besaba. Lanzó un grito al cielo, llamó a los carabineros, contrató a tres diferentes psiquiatras. Lo que nunca imaginó la educadísima funcionaria es que a la pintora pedófila en Europa el apellido altisonante heredado del abuelo la defendería de la justicia y que su hijo jamás se retractaría de decir que amaba a su maestra y que ella había respetado su voluntad. Volvió a México y dejó el servicio exterior.
Diez años después, Diego era mayor de edad y heredero de su propio abuelo. Tomó un avión para Roma. Martina no se había vuelto una pintora famosa, seguía viviendo en la misma casa y no se sorprendió de ver llegar a su puerta al niño ahora joven. Se fueron de viaje a Kenia.
El departamento de Trastevere sigue vacío, uno de los psiquiatras contratados por la embajadora mexicana publicó un libro que lo volvió famoso: Verdades acerca del enamoramiento infantil. Diego y Martina, me dijeron después, tuvieron tres hijos y nunca corrieron a la nana que nomás al llegar a su casa llamó abuela a la madre por equivocación.