lunes, 27 de junio de 2011

Recados del Paraguay y Mato Grosso. Para Helena, por supuesto

I
Hay palabras en lengua guaraní
que suenan a trino de ave
otras, a día con gripe.
Como todo el mundo las usa
nadie se percata de la incongruencia.
Sólo yo que te extraño
y paso las hora
sin saberlas llenar.

II
El bus fue invadido
por una colonia de cucarachas café.
Pequeñas, se multiplicaban ante mis ojos.
Por suerte había comido frijoles
y las gaseé con eficacia.

III
Miedo no es palabra suficiente.
Alivio, por el contrario,
figura la descarga del bulto
o un ataque de risa repentina.

IV
Voy por un río de dimensiones herculeas.
Así de desproporcionado
todo agua
y poco cerebro verde.
Hombres ricos han talado sus orillas

V
En frases de cronistas
documento el patriarcado,
su perversa intimidad con la Colonia.
Curas
y asesinos en coraza,
su verbo afirmó
potente afrodisiaco el calor americano.
Machos
con patente de burro
en primavera.
Hoy que del río sube
mojado e hirviente el aire
el agua languidea
y todos mis poros gritan sus ganas.
No hablo de amor, carajo.
Aún así
no asaltaré
a ese hombre con porte de potro.
Diferencia moral.
A lo mejor, intercambiaremos favores.

VI
Duele la tala
la siembra
el pájaro extraviado en el palo.
El hambre en el mundo
se construye
desde campos sin fin.
Duelen las chozas
las indias
sin agua ni sombra.
El almendro no puede
contra Round Up.
Megaproyectos
le dicen ahora a la muerte.

VII
Nido de aves amante de luna
la sombra del mango más verde
esconde un aserradero.
El corazón se encoge
encaja
el golpe bajo
juramenta
luego
escupe un eructo.

viernes, 24 de junio de 2011

De nuestro Brasil brasileiro

Río de Janeiro

Helena

Ya que la fotógrafa no tiene los medios de mostrar sus fotos, les contará un poco de esta ciudad tan nombrada.

Es el contraste de todo, desde su arquitectura que va de los enormes cerros cubiertos por maleza selvatica, llenos de monos y mosquitos, de edificios enormes con paredes de cristal, edificios no tan enormes con penhaus llenos de plantas bellísimas, construcciones de principio de siglo, enormes parques y shopping centers, hasta las hermosas playas del mar Atlántico (que les tengo que confesar, yo ya extrañaba) por las cuales, apenas se superan los veintitrés grados, se pasea en traje de baño todo tipo de persona.

Es un contraste porque es una ciudad pluricultural, y como toda ciudad rica de América Latina, tiene su parte pobre, que es la más pobre de todas. Lo curioso de aquí es que no la esconden como en México, o al menos no logran esconderla porque es una ciudad que va toda a lo largo. Y desde las ricas playas de Ipanema, Leblon y Copacabana una puede admirar lo bello y lo terrible de las Fabelas, que dan y quitan vida a esos cerros que en una época eran tan verdes como los otros.

A parte de ser un contraste, es una ciudad muy viva, llena de movimiento y llena de turismo... Y eso que esta es la parte menos turística del año por el terrible invierno, que hoy me dio treinta grados a la sombra.

Su historia, de la que sé muy poco, es muy particular, la locura portuguesa la convirtió en capital del imperio luso-brasileño en un periodo, y creo que eso del imperio-imperialista Brasil lo tiene todavía muy a flor de piel: éste es uno de los grandes países del comercio mundial.

La población negra está muy integrada, para no decir totalmente, y el racismo hacia ella es cada vez menor aunque persiste. De la población indigena, no se sabe nada y nadie la menciona... Eso no cambia, Brasil es como toda América Latina.



Mato Grosso do Sul, Mato Grosso y Rondonia

Francesca

Mis viajes absurdos: tras dejar Paraguay y sus selvas arrasadas por el roundtrup y las semillas transgénicas de Monsanto en Pedro Juan Caballero, me fleto 40 horas bus de Dourados a Porto Velho, atravesando Mato Grosso do Sul, Mato Grosso y Rondonia, con sus pantanales de bagres gigantes y garzas de cabezas y picos negros, sus procesadoras de biocombustible, más selvas arrasadas, maizales, caña de azúcar y siembras de teca por kilómetros cuadrados, para llegar a las 10 de la noche y embarcarme a las 5 de la mañana. La ciudad de todas formas es cuatro calles comerciales, un enorme centro judicial en construcción y una serie de edificios públicos que mandarían en delirio a cualquier arquitecto modernista. Para llegar al puerto, donde toman el poco aire fresco de esta noche tórrida unos cuantos hombres y dos mujeres, hay que pasar por un viejo ferrocarril que ahora hace las delicias de los niños… y le saca suspiros a mi viejo taxista: que hermoso era escucharlo llegar, me dice. A la vera del puerto brillan las luces de la “usina”, una hidroeléctrica que trabaja por tres turnos 7 kilómetros río arriba. 17 kilómetros más al oeste, hay otra. El Madeira, con su imponente grandeza, es un río intervenido.

Pregunto a mi taxista si la gente está contenta con las “usinas”. Es un filósofo del taxi, mi taxista; me contesta que la gente ya no sabe si está contenta o no, sólo se deja vivir. ¿Por qué se va en barco?, pregunta al fin. Para ver, digo. Sacude la cabeza, pero no abre la puerta. Decide que no tiene trabajo a estas horas y que no va a dejarme aquí sola esperando el barco: una cerveza mirando el pasado, su pasado, no me va a venir mal.

Las puertas del Club do Ferroviário están cerradas. Otro club, donde los sábados las personas de la tercera edad van a bailar. Inmenso y rodeado de antiguos graneros en decadencia que pronto alguien tumbará para construir un centro comercial. Es jueves y sus puertas también están cerradas. Tengo sueño, pero ya son las 2 de la mañana, ni modo irse a dormir. Además en el barco voy a tener tiempo de sobra para echar la siesta  mañana que es San Juan, santo de mi madre y fiesta del agua.
Tomamos una cerveza ligera con el grandilocuente nombre de Kaiser (todo es grandilocuente en este país inmenso, hay ciudades que se llaman Divinópolis y Uberlandia y cada pueblo es la capital de algo). Mi taxista habla del campo, de cómo de la ganadería se ha pasado a esta siembra por la siembra que desplaza a los campesinos porque es toda mecanizada. No es un ecologista, pero intuye que algo anda mal. No, a él no le gustan mucho las usinas, pero qué le vamos a hacer, es la Modernidad. A las tres y media me deja en el puerto, debe irse a casa. Si su hija despierta y no lo encuentra, lo va a reñir por haber trabajado de noche: lo cuida porque es viejo, me explica. Luego agrega que no le gusta ser viejo, que si fuera más joven se iría. Le pregunto dónde y se encoge de hombros.

De la usina no llegan ruidos, sólo brillan exageradamente sus luces y se reflejan en las aguas calmas del Madeira, un riazo que me llevará por mil kilómetros hasta desembocar en el Amazonas. Cuatro días de viaje, dos barcos a la semana. No hay nadie en el puerto todavía. Seguro la barcaza podrida que descansa frente a la agencia no es mi barco. Tampoco sé a quién preguntárselo. Los hombres y las mujeres que tomaban el fresco del otro lado de la calle, se han ido.

Despierto acodada a mi mochila cuando el sol tiñe de rosa la parte baja del río y el cielo de la ciudad. Carajo, es tarde. Me he acostumbrado a que, verano e invierno, el sol se levante a las 6 y media y se oculte, en un desparpajo de rojos intensos y dramáticos, a las 6 y media: a pocos kilómetros de aquí cruza la línea ecuatorial. ¿Qué pasó con el barco? No ha llegado, señora. A las 10 de la mañana nos dirán que una avería lo ha detenido y no llegará. Señoras con bultos diversos se retiran. Aquí se comercia de todo y las señoras vienen a comprar a Porto Velho para vender luego en sus pueblos a lo largo del río: el pequeño comercio es cosa de mujeres así como la ganadería es cosa de hombres. El próximo barco saldrá el martes. No puedo esperarlo, Helena llegará a Manaos el 27 y el 28 tenemos el barco para Leticia, en la Amazonía colombiana. No me queda sino el avión para atravesar el “Portal da Amazónia”, como llaman a Rondonia: desde que se ha detenido el tren no hay más caminos terrestres que el río. Lo irónico es que el tren se ha detenido porque ha llegado la carretera….

Qué frustración, por primera vez deberé volar sobre Nuestra América en lugar de acariciar su tierra. ¡Ay Pascualita, mi Pascualonchi, que en Honduras me has enseñado que la tierra no se pisa sino se acaricia! De repente, pienso en la anciana sabia lenca que nunca usa zapatos. Cuántas cosas nos han pasado en este año que está por terminarse, carajo ¡qué año terrible! Y sin embargo qué de personas increíbles, qué de cosas remarcables…

Voy al aeropuerto, sólo hay un vuelo al día: a las 3 y media de la mañana. No, no pagaré un hotel si no voy a pasar una noche. Dejo la mochila que por el cansancio parece pesar un quintal en un guarda-equipaje y tomo un bus de regreso a la ciudad. ¿Huelo mal? Me meto en el baño de un café y me lavo el cuello, las axilas; un rápido bidé con una botella de agua: lista. Bueno, la ropa da asco después de tres días, pero aguantará uno más. Por suerte no estoy vestida de blanco.

Por la ciudad deambulan unos indios kokama convertidos en mendigos: el desarrollo agropecuario les ha devastado las tierras; ya no tienen bosque donde residir, cazar, mantener vivas sus costumbres, el latifundio les ha quitado los pueblos, la tala se ha comido sus bosques, el río lo han perdido hace poco. Le doy dinero a un niño, pero no logro cruzar con él ni una palabra: no nos entendemos, mi mal portuñol no es algo que le interese descifrar. Se va arrastrando los pies con su madre y su hermanita. Pocos metros más arriba una señora los corre cuando se detienen frente a su casa. No oigo qué les dice, pero no ha de ser muy diferente de los insultos que he escuchado en otros lados de América. El racismo es un hecho continental, continentalmente negado: yo no soy racista, es que vienen a ensuciar; no hay racismo aquí, pero “ellos” realmente se niegan a progresar; ¿racismo en Brasil? Aquí todos somos café con leche, pero esos indios son incapaces de portarse bien… La lista es finita y se repite; machaconamente se repite. Colonialismo interno lo llaman González Casanova y Silvia Rivera Cusicanqui. Y, carajo, qué colonial es.

Manaos 
                            Filho da floresta, á agua e a madeira viajam nos neus olhos desde a infância.
                            Vai no meu peito o barco da esperanca e o amor pelo Amazonas, a pátria da
                             água.
                             Thiago de Mello


Hidroviaria, por supuesto el puerto fluvial se llama Estación Hidroviaria, ¿cómo no se me había ocurrido?

Manaos es, será siempre para mí, Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog. Y lo es de verdad, grandilocuente como el Río Negro que la rodea y que corre despacio a 3 kilómetros por hora para lanzarse en el veloz y blanco Amazonas que con sus 9 kilómetros por hora no permite que sus aguas se mezclen con las suyas, creando una extraña línea divisoria en medio de los 8 kilómetros que en ese punto separan las dos orillas. Grandilocuente como su Teatro Amazonas, de cúpula de talavera verde y amarilla y 680 asientos en un escenario neoclásico tropical. Grandilocuente como los 70 mil barcos, barquitos, botes, navíos, yates e hidrovolantes registrados en su puerto, el "máximo" de la Amazonía.

Hermosa y fuerte, la grandeza de Manaos tiene el tamaño de su decadencia. Gimnasios imperiales como monumentos al cuerpo que se esculpe, parques con trenes antiguos y carrozas, y un mercado donde se conjugan la pobreza y el deseo de hacerla, de lograr de una vez por todas salir de la pobreza. Mestiza, es la típica ciudad atlántica americana: caliente, divertida, malhablada, profundamente humana y, por ende, de moral no victoriana.

Es tan Fitzcarraldo que realmente existen las fábricas flotantes de hielo en las afuera del puerto.
Me gusta Manaos. Hasta el momento es el lugar que más me ha gustado de Brasil: me hace sentir en casa. Eso, por supuesto, no significa que esté bien. Ni que yo pudiera vivir aquí aceptando sus injusticias.

El desprecio a los pueblos indios, en esta ciudad mestiza en todos sus gestos y comidas, es propio de Nuestra América, se parece al peruano, mexicano, argentino. Nomás al llegar me entero que cuatro indígenas de los pueblos Kokama y Apuriña fueron acusados de haber invadido una propiedad privada. ¡Indios invasores! Armados además; sí, con lanzas, arcos y flechas. ¡Y participantes del Movimiento Indígena de Renovación del Amazonas!

Este movimiento se ha integrado para defender las tierras de un loteamiento que, para colmo del escarnio, se llama Paraíso Tropical. Los indios en el Amazonas no tienen prácticamente ninguna representación política. Su situación es más conocida en el extranjero, gracias a los movimientos indígenas del Abya Yala, que en Brasil. Si quieren tener peso político, deben votar, lo cual significa aceptar las leyes y el modo de vida brasileño, si quieren mantenerse en sus leyes y modos de vida, no votan y por lo tanto no les interesan a los políticos. ¿Quién ha dicho que la democracia es un buen sistema para América?

Los cuatro kokama y apuriña han trabajado durante dos meses para Roberto Chaves, el dueño del terreno que "invadieron" y éste cuando ya no le sirvieron, los echó sin pagarles, poniendo un candado para que no pudieran llevarse sus cosas. Roberto Chaves gritaba que iba a usar todo el peso de la ley contra los cuatro invasores porque "Movimiento indígena y mierda son la misma cosa".

En la maravillosa reserva ecológica de Janauarí, a 26 kilómetros río abajo de Manaos, las cosas cambian sólo de intensidad.

Un puerco rosa ha sido agarrado por las orejas. Dos fuertes brazos mestizos lo sacan de su pocilga flotante y el silencio vuelve a la aldea que descansa a orillas del canal. La reserva en este periodo del año está inundada. Las pocas casas flotantes que se agrupan alrededor de la escuela, y cuyos habitantes frecuentan tanto el bar como la iglesia, de marzo a agosto viven por las ramas del bosque amazónico, tocando tierra sólo en época de seca, ahí por el mes de diciembre. Los indios de una treintena de pueblos diferentes llegan entonces a vender semillas perfumadas de cumarú, frijoles de tentú, hebras de burití, una hierba que se teje, así como frutos del cupuazú, un delicioso primo del cacao, y castañas de pará, y algunos de los 2000 peces que nadan por el Amazonas y que, en su absoluta mayoría, son totalmente vegetarianos. Los mestizos habitantes de la aldea, pelo lacio y largo, hojos rasgados, bellos pómulos altos y un cobrizo brillo en la piel, les compran, intentan engañarles, no los aceptan en sus casas, se alegran cuando después de dejar los frutos de sus andanzas se van.

martes, 21 de junio de 2011

Carta desde el Paraguay

Amor, Helenita,
he visto tanta belleza y tanto horror en Paraguay. Ríos de linfa, vitales, arteriales como diría Neruda, se empujan lentos y densos por tierras arrasadas por la tala, los agroquímicos, la siembra de hileras de eucaliptos para contrarrestar las tierras embebidas de agua que el bosque ya no puede procesar porque ha muerto. En las épocas de sequía, los yacarés, esos cocodrilitos americanos que hemos visto en Iguazú, se mueren cuando sus pozas quedan secas y la tierra a su alrededor se cuartea, como en las más dolorosas fotografías de Somalia. Paraguay es el paraíso convertido en infierno.
Los campos que mi barcaza atraviesa son sojeros y, en ocasiones, devastadas extensiones dedicadas a la ganadería vacuna. Los pueblos guaraní (hoy subsisten Ava Guaraní, Pai Tavyterâ, Mby'a Guarani, Ache, Tapiete o Guaraní Ñandéva, pero no son más de 100 mil personas en total, esparcidas en comunidades de pocos centenares) son considerados sobrantes, despojos humanos que deben mestizarse o desaparecer por la mayoría de los grande eestancieros que producen con semillas transgénicas y rocían kilos de fertilizantes y pesticidas por encimas de sus huertas y sus casas (se trata de cabañas tan primarias que en ocasiones no se ven, apenas diferentes de la corteza del árbol sobre el que se recuestan).
Los mismo, me dicen, sucede con los pueblos del Chaco, que en el pasado prehispánico fueron los enemigos de los Tupí-Guaraní, esos cazadores-recolectoras, adoradores de la miel, que hoy son impedidos de vivir según sus costumbres. Ellos conformaban los pueblos Guaycurú, Mocoví, Toba, Cochaboth, Payagúa, Zamucos, Pilco mayeube, Tapieté y Chané, adaptados todos ellos a un habitat móvil. Hoy sobreviven casi al borde de la inanición y el desespero.
La situación agrícola del Paraguay me la habían explicado muy a detalle las mujeres de la CONAMURI en Caaguazú. Esas valientes se enfrentan a diario con un estado que le da la razón al peor capital ganadero y agroexportador del mundo, el que devasta la tierra y ni siquiera paga impuestos. Sí, en Paraguay la exportación de soya transgénica no paga impuestos. Increíble, pero así se asegura que podrá explotar toda la tierra, durante el tiempo que quiera. Y los grandes terratenientes paraguayos son descendientes de la gente que se volvió rica en la dictadura de Stroessner, lo tienen todos, se niegan a reformas agrarias, no pagan impuestos, son los dueños de la impunidad.
Los pueblos indígenas que en tiempos históricos prehispánicos amaban el equilibrio y habían hecho de las riberas del Paraguay y del Paraná vergeles de economía solidaria (no tenían clases sociales como los Mapuche, por lo tanto nunca erigieron monumentos, pero eso no quiere decir que fueran inferiores a los imperios incaicos, moche u otros: nomás habían encontrado una forma de convivencia basada en la reciprocidad) hoy son tratados como despojos, y las propias mujeres de la CONAMURI los consideran incapaces de reaccionar, de tomar una posición crítica y activa ante las políticas neoliberales en el campo, que aquí se inciaron tan temprano como en la década de 1970.
He visto, en menos de una semana en el campo, deforestaciones, kilos de basura plástica tirada a las orillas de las carreteras y en los ríos, publicidad de estética neoliberal aplastante y (siempre) fuera de lugar, sembradíos de eucaliptos donde antes gobernaba la selva, pueblos obedientes a mandatos de iglesias, partidos y ONGs. He visto desembarcar cajas de agroquímicos con logos conocidos (Monsanto, por ejemplo) por camiones y barcos. He visto rociar agroquímicos sobre casas y me imaginé la muerte de sus aves, de sus cultivos, de sus niños y niñas.
Amor mío, nosotras que gozamos de la suave calma de Asunción por las tardes, entre sus cortinas de ñandutí y la gente que felizmente bebe del mismo vaso sus cervezas, así como comparte el mate y el tereré, y celebrábamos los versos de los cantos de la creación de la humanidad de los Mby'a Guaraní ( ese por ejemplo ese donde Ñamandu Ru Ete, el dios de las lluvias, padre de los dioses llama "mis hermanitas, mis hermanitos" a las almas que van a encarnar), no podemos sino estremecernos ante este Paraguay que expulsa hacia el extranjero uno de cada dos connacionales (proporcionalmente al número de habitantes, hay más inmigrantes paraguayos en el mundo que mexicanos, 3 millones de 6 en Paraguay, 30 millones de 104 en México).
Cuando te fuiste a Río de Janeiro y me quedé para estudiar no sabía lo que encontraría.
Paraguay me está atristando mucho. Las mujeres de la CONAMURI son campesinas muy valientes, pero las mujeres indígenas viven mal, son pocas, casi no quieren hablar, conforman seguramente el sector más oprimido de toda la sociedad paraguaya. Sus comunidades, muy precarias en el campo, son sometidas a situaciones de acoso por los soyeros, los talamontes, en fin por esos agentes de la modernidad que piensan que lo mejor sería que se convirtieran en campesinos mestizos como los demás o que desapareciesen. Han habido casos que al prender la paja para desbrozar, de forma criminal, los grandes terratenientes (sólo el 6% de la población paraguaya tiene acceso a la popiedad de la tierra, 600 personas tienen el 80% de ella, menos del 1% está en manos de mujeres) han hecho quemar comunidades enteras: campos de susistencia alimenticia, desprovistos de la caza y recolección que hacía parte de su cultura y que desaparece por el desmonte... Luego, les echan la culpa: dicen que fueron las propias comunidades las que no fueron capaces de controlar el fuego.
No podemos obviar que se trata de pueblos de economías de la reciprocidad con una larga historia de vida sin clases sociales. Me parece como si de repente los índígenas guaraní y de otros pueblos, despues de 500 años de resistencia, se acabaran de rendir. Rendir hasta la muerte. Espero equivocarme. Hay quien dice aqui que no se estan rindiendo, que se están volviendo... ¡místicos! Por favor, qué rabia. Es dolorosísimo.
Además, ahora que he llegado a la frontera y estoy en un pueblo llamado Pedro Juan Caballero, vuelvo a ver hombres en armas. Se trata de la frontera con Brasil. Dicen que por aquí pasa mucha droga. La verdad es que por aquí las tiendas vuelven ser resguardas por paramilitares (¿parapolicías?) con subametralladoras, como en México, como en Centroamérica. Por la madrugada escuché unos tiros. Nadie dice nada: conocemos esa historia.
Y pensar que yo quería hablarte de cosas bellas. Porque sí las hay: cosas bellas que están en riesgo de desaparecer.
La medicina, que a ti interesa tanto, entre los guaraní es dual, como todo en el mundo de Abya Yala, dual y no contrapuesta, dual porque son  dos los rostros que participan de una misma cosa. Hay una medicina racional, que responde a la salud y la enfermedad relativa a los enfriamientos y calentamientos, a los desordenes físicos, que es fundamentalmente herbolaria, muy desarrollada, y una medicina que responde a la cólera como enfermedad, la cólera que entre los pueblos mata e enferma a las personas y a las comunidades, y que está en mano a sabios y sabias que saben componer la rabia social. Para las y los guaraní la enseñanza fundamental es cómo controlar la propia cólera, cómo no hacerla explotar, porque sí no se convierte en un estallido de fuerzas negativas incontrolables, muy peligroso para la vida misma.
Creo que deberíamos aprender de esta idea de medicina. La prepotencia cultural de los blancos y blanquizados a los que tú y yo pertenecemos, por mucho que tú seas una maravillosa mestiza, se parece mucho a la descripción de la "cólera" según los guaraní. Nuestra prepotencia es fuente de desorden, un desorden que enferma y despierta el deseo de venganza.
Te amo
Mamá

sábado, 18 de junio de 2011

De buses, paraguays, pánicos y formas de tomar decisiones

HISTORIAS PARAGUAYAS DE BUSES Y CAMPESINAS

Las historias de buses pueden ser terribles. No hablo de los buses que se desbarrancan, sino de las emociones y pánicos que nos brindan y  podemos narrar porque no hemos muerto.

En la mayoría de las ocasiones, los buses de toda América son sólo mejores, más sucios, más limpios, más cómodos, más incómodos. Pero hay veces en que se descomponen, sobresaltan los sentidos o nos matan de miedo. Una o dos veces en la vida, son los portadores de sensaciones extremas.

Con Helena nos fuimos sin problemas de Montevideo a Porto Alegre. Un bus de asientos semi-cama, cómodo, aunque frío. En la estación rodoviaria (por eso de las ruedas, también hay estaciones ferroviarias –de trenes- y aeroviaras –de aviones. Milagros de la lengua brasileña) nos esperaba marian pessah. Pasamos con ella y Clarisse dos días deliciosos por una ciudad llena de luz y gente sonriente, caminando por parques, y hablando con las productoras del Movimiento de los Sin Tierra, campesinas organizadas que después de años de lucha y convivencia en campamentos donde se colectivizaba desde la comida hasta la educación, han obtenido tierras que trabajan de forma orgánica de manera colectiva y venden sus producto en la Feria de los sábados. Es una feria grande donde las productoras y productores venden de forma directa, informan sobre sus modos organizativos y sus métodos de siembra, hablan de política de la tierra, en particular de las políticas de las semillas nativas que confrontan las políticas asesinas de las transnacionales de la soja transgénicas y el maíz y la caña para biocombustibles. Asesinas en serio: las fumigaciones de esas plantaciones sin fin arrojan sobre las casas de los campesinos limítrofes toneladas de venenos que matan a sus hijas, sus hijos de enfermedades de la piel dolorosísimas, a sus animales y a los escasos cultivos que mantienen a pesar del acoso.

Fuimos a comer con feministas autónomas muy diversas en un restaurante colectivo instalado en una fábrica recuperada: desde las que se cuestionan todo, hasta las muy seguras, en una algarabía de lenguas, entendimientos y propuestas muy placentera. Helena habló de foto con marian, de comida con Clarisse, de feminismo con una jovencita hermosa. Hablamos de los afectos y de la autonomía, del sentido que le damos a nuestro estar en el mundo. A la mañana siguiente fuimos a la hermosísima estructura del Museo de la Fundación Iberé Camargo, un pintor que no pudimos sino incluir entre nuestros maestros de la mirada. Yendo del dibujo al óleo, pasando por la repetición de formas icónicas (el carrete de hilo de su madre costurera, la bicicleta con sus ruedas que avanzan), metiéndose en pinceladas de fuego con plastas moldeadas a dedo sobre la tela para dar la densidad de los sentidos, trabajando la figura de modo explícito, Iberé Camargo ha cruzado la plástica brasileña desde Porto Alegre por casi un siglo.











La belleza de la arquitectura moderna Brasileña


















Por la noche tomamos un bus a Foz de Iguazú (bus regular, de asientos reclinables), de ahí un bus pequeño a la reserva argentina de este patrimonio mundial de la naturaleza americana. Caminamos el día entre bosques, miramos el agua en su fuerza, en su hermosura total, en su inigualable, poderoso y sagrado juego de 275 caídas de un solo río, el Iguazú. Las mariposas nos acariciaron la piel, los coatís nos persiguieron, las urracas se dejaron fotografiar, un estúpido y bellísimo tucán, tantas veces saludados en Belice, se nos vino casi a estrellar encima.






















Luego tomamos un bus a Asunción por la noche, un bus que parecía un camión urbano, pero con un conductor gentil y muy atento. Hasta ahí ningún problema.

Asunción es una pacífica ciudad que se extiende a orillas de un río de aguas marrón claro, casi rojizas como el color de la tierra paraguaya. La casa presidencial, las construcciones estructurales del estado (parlamento, senado, y cosas similares), la comandancia de policía, la catedral están asentadas a dos cuadras del río y a una cuadra de la más presente de las ciudades miseria de América del Sur, una ciudad de pobres que magnífica, grandemente se resisten a ser invisibilizados, marginados, guetizados, encerrados en esos perfectos campos de concentración de casitas todas iguales que desde Chile hacia el norte se han construido como símbolos de las mejoras neoliberales en los alrededores de todas las ciudades americanas.

La casa presidencial no tiene casi policías a su alrededor, cosa que Helena notó de inmediato. No hay rejas, sólo un jardín entre la calle y el presidente. Da paz. En frente, en un museo urbano que toma una cuadra y que como en Uruguay y Brasil es gratuito, vimos fotos y gozamos de los escritos de cronistas delicados (De la Fuente Machaín, Justo Pastor Benítez) que hicieron de las letras y de la pintura  de Ignacio Núñez Soler, a mediados del siglo XX, una originalísima forma de sobreviviencia a la pobreza primera y luego a la dictadura de Stroessner (1954-1989). Para no internalizarlas, miraron a los mercados como lugar de las mujeres sin folclorizarlas ni victimizarlas, convirtieron los ríos en bullicios, a los y a las paraguayas en las personas más sanas y atléticas del continente.













Durante las guerras que soportaron (desde la de la Triple Alianza que al matar a casi toda la población masculina construyó un machismo extraño, diferente: los hombres paraguayos son totalmente dependientes de sus mujeres pero no les dan importancia, rebajan lo femenino como si sobrase siempre, a la vez que no pueden competir con la presencia y la eficacia de las mujeres en todos los espacios de la vida pública y privada), digo durante las guerra que soportaron con una estoicidad de pueblo originario inamovible y presente, Carlos Federico Reyes no dejó de cantar al amor y a los lagos, Livio Abramo –autodidacta gigante- dibujaba Asunción con tinta china y crayola, Roa Bastos editaba revistas que le clausuraban de inmediato. Anticipándose a la democracia, Graciela Malatesta pintaba ingenuas y pacíficas visiones imaginarias de su ciudad y del Paraguay entero.

Helena y yo empezamos a sentirnos muy, muy bien en Paraguay. Pensamos que no nos queríamos ir. Mucho menos a una ciudad. Bueno, eso lo pensaba yo, que como vivo en una ciudad no las amo. Y creía que lo pensaba Helena también. Pero no. Helena me hizo entender que ella sí quería ir a Río de Janeiro. Ella tiene 16 años y las ciudades llaman, además el recuerdo de la voz de Amalia Fischer le da paz, quiere ver a esa amiga mía que era amiga de su papá, quiere. Entiende que yo deba ir a entrevistar mujeres campesinas e indígenas, que el movimiento de la Coordinadora de Mujeres Rurales e Indígenas (CONAMURI) de Paraguay es importante, que mi libro se estás estancando porque no logro grandes entrevistas. En fin, que entiende que si yo no quiero ir a Río, me puedo quedar. Que entiende que ella puede irse sola a Río. Que entienda que yo mientras debo pasar por el Mato Groso.

Y aquí vuelven a aparecer los buses.

La decisión está tomada. No sé muy bien cómo llegamos a ella, pero Helena mañana va a tomar el bus que en 24 horas la va a depositar en Río y yo en dos horas voy a tomar el bus que me va a llevar a Ca’aguazú a una reunión de la CONAMURI donde las mujeres van a depositar en la Semilla Roga (Casa de la Semilla) las semillas de sus propios campos ante la eventualidad de tenerlas que registrar si las transnacionales logran la absurda ley que limita la diversidad agrícola al exigir la certificación de todas las semillas que se siembran.

¿Estás segura de que quieres viajar sola, de que puedes? ¿No te vas a aburrir? ¿No va a ser peligroso? No, no mamá, descuida. Pero no tenemos el número de Amalia Fischer, he perdido la libreta. Escríbele y mándamelo por mail. No, déjame escribirle que vaya por ti mañana.

Pero habíamos hecho las cuentas sin el bus. Sin el bus y los nervios de Amalia. Sin el bus, los baches, la policía, las llantas que estallan, los motores que se descomponen, los nervios de Amalia y la paranoia de todas las tías de Helena y la mía propia.

Mi bus me descargó en Ca’aguazú y yo empecé a extrañar horrores a Helena. Le llamé. Las mujeres estaban hablando del machismo en las organizaciones agrarias y de las dificultades de que su autonomía fuera respetada antes de organizarse de manera autónoma: CONAMURI no es una ONG, no acepta directrices, se ha unido voluntariamente a Vía Campesina y decide sola con quien quiere hacer alianzas.

Mi corto viaje en bus (sólo 5 horas) no había sido muy cómodo de manera que me dormí apenas la discusión se aplacó. A las 7 de la mañana nos levantamos. Vino un camión por nosotras, una especie de pesera mexicana, que nos llevó hasta el campo. Apenas hice a tiempo a llamar a Helena. Estoy bien, mamá. Ya me había despertado, voy a preparar mi mochila, en dos horas me voy. Si no quieres irte quédate a esperarme, llego mañana. No, no, tú no te apures, voy a estar bien.

Desgranamos maíz, separamos las semillas de calabaza, sopesamos las diferencias de los frijoles, todas hablaron de sus diferentes sabores, Magui Balbuena, campesina guaraní y co-fundadora con Julia Franco y la paitavytera Vasilisia Vargas de CONAMURI, contaba de la sabiduría encerrada en cada semilla de sandía, en cada raíz de mandioca. Iban y venían historias mientras pasábamos los nombres de las semillas a la computadora. Escuchábamos qué plagas las afectan, qué métodos naturales para detenerlas existen. Los saberes pasaban de boca a oído, todas entendían hablando su lengua cantadita, ese guaraní campesino entreverado de palabras castellanas. Me dijeron que la CONAMURI se fundó en 1999 por la necesidad de las mujeres indígenas y rurales de un espacio propio, con la idea de transformar la sociedad, con la idea de reconocer la diversidad de los pueblos y de las mujeres. Necesitaban una alternativa frente a la angustiante situación de opresión, pobreza, discriminación y exclusión. A los largo de estos años, la CONAMURI pasó de no quererse reconocer feminista por miedo a que las tacharan de odiar a los hombres, a reconocerse dentro de un “feminismo de clase”, de mujeres de los sectores populares, que deben al mismo tiempo dar respuesta a las exigencias de una vida mejor para ellas y sus hijas/os y familiares y para su liberación colectiva e individual.

Un día increíble. Magui Balbuena me dijo: “Las mujeres debemos sabernos reconocer dentro de nuestra clase para superar el control, sometimiento y discriminación en la construcción de un nuevo modelo de sociedad rural, donde no sea ya posible que el 6 por ciento de la población de un país tenga casi todas las tierras del mismo. En esa nueva sociedad debemos estar seguras que haya un nuevo modelo de relación entre las mujeres y los hombres”. Y Julia Franco redundó explicándome que “hijos nuestros trabajan con nosotras aunque no están en las estructuras de la CONAMURI. Vamos haciendo reflexiones con ellos porque debemos superar la descalificación de lo femenino que existe entre los campesinos paraguayos”.

Al día siguiente el bus me descarga nuevamente en Asunción, quiero ir a entrevistar más a fondo a Magui que llegará en unas horas, ir al Museo del barro, dar una vuelta más antes de subirme a un bus o a un barco para ir al norte del Paraguay para ver cómo se desarrolla el trabajo agrícola de las indígenas guaraní.

Pero abro el mail. Amalia está en un ataque de pánico. Yo entro en pánico de inmediato al leerla. Y así Yuderkis en Buenos Aires y clarisse y marian pessah en Porto Alegre. Amalia ha ido a la estación rodoviaria de Río, ha esperado a las 13 horas el bus que llegaba de Asunción y Helena no ha bajado del bus. Ha preguntado al motorista (chofer) y éste le ha dicho que Helena ni siquiera se ha subido al bus y que no hay otro bus que llegue a Río desde Asunción en todo el día.

Se me va la respiración al suelo. No puedo desmayarme, no puedo, debo reaccionar. Corro a la estación de buses de Asunción. El empleado de Pluma que vende los boletos me mira preocupado. Averigua en un papel. Mi hija SI ha tomado el bus en Asunción. Siéntese señora, ahora de inmediato llamamos a todas las paradas para saber que ha pasado. Pasan minutos de pánico. Pienso en las mujeres que son mal tratadas por la policía cuando van a poner denuncias por la desaparición de sus hijas. Aun en este momento de terror total, yo soy afortunada: este hombre no me toma por una histérica, me trata con mucha atención, está preocupado por Helena y por mí; este hombre no ha perdido su humanidad. Llama a la frontera, a las paradas, Helena siempre ha retomado el bus, en cada ocasión en que se ha detenido. Luego se detiene un momento para pensar, me dice: ¿Su amiga afirma que el bus ha llegado a Río? Sí. Pero, señora, el bus que arribó es el de las 9 de la mañana; su hija tomó el de las 10 que se ha descompuesto en Foz de Iguazú y salió de ahí apenas a las 18.30, no puede haber llegado a Río todavía. Corro a un internet. Mando el mensaje a todas mis amigas. Suspiros de alivio en Porto Alegre, en Río, en México. Las feministas somos una red, todas estábamos pendientes de Helena. Si tocan a una de nosotras, nos tocan a todas.

Amalia es hipertensa, el susto le dispara la presión a 180. Debe irse a la casa a tomar una pastilla, a recostarse, la cabeza le estalla. Volverá en dos horas a la estación. Y volverá a preocuparse. El bus de Helena llegará a Río apenas 8 horas después. Helena no sabe nada de nuestras angustiadas horas de espera, sólo sabe que está agotada: 36 horas de viaje por tierra, tuvo que cambiar de bus en medio de la autopista después de tres descomposturas, la policía los detenía a cada instante, se les ponchó una llanta…

Yo pienso que mañana viajaré por barco.