miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cuántos instantes son una vida
























Bogotá siempre ha sido una de mis ciudades americanas preferidas. Será su aire montañoso, sus casas de ladrillo y ventanas de madera, los Andes siempre visibles, el fresco en la cara y las ganas de caminar a pesar de sus 2700 metros... No sé. Me gusta. Como me gustan México, Nueva York y Córdoba, en Argentina. Ciudades grandes, importantes, que pulsan de actividades y contradicciones y que tienen un carácter que le es propio. Sobre todo ciudades con bibliotecas públicas. 
No me disgustan las videotecas, ni las bibliotecas virtuales como la hermosa "Libro Total" de Bucaramanga. Pero amo las bibliotecas con estudiantes y viejitas, con autodidactas y trabajadores en su hora de descanso para el almuerzo que van a buscar libros como historias de vida. Amo las bibliotecas que prestan libros a domicilio, que conocen a sus lectoras. Bibliotecas con bibliotecarias que te sonríen y aconsejan.
Pues sí, a mí me gustan los seres humanos.  Los seres humanos en las calles y los seres humanos con la nariz metida en un libro. Amo leer tanto como amo caminar. Por eso me encanta quedarme en los centros históricos de las ciudades. Bogotá tiene en el barrio de la Candelaria, decimonónico, todo subiditas y bajadas de callecitas empedradas, con restaurantes de hace cien y más años, sopitas saladas o dulces de nombres sonoro: Ajiaco, Peto, Mazamorra, pues en ese barrio tiene una biblioteca hermosísima, por cuyos pasillos siempre se ven personas, personas que están en tanto silencio como puede estarlo una colombiana. Y ahí se ve, a pocos pasos del palacio presidencial, en una Plaza Bolívar tan densamente poblada por policías y militares que molestan el placer de vagar por ella, una exposiciones sobre las mujeres que han enfrentado el desplazamiento que les han impuesto los asesinatos, violaciones, desapariciones de los paramilitares (En toda América Latina tienen el descaro de llamarse grupos de "autodefensas" esos hijos del mal: asesinos que encuentran como congregarse en México, Guatemala, Colombia, Bolivia, Perú; bandas violentas que se ponen al servicio de quien les paga más, que dan rienda suelta a sus demonios contra comunidades que tienen el pecado de vivir en tierras que ellos codician por sus bienes o por estar en una vía de tráfico o por motivaciones de tipo genocida, sean gubernamentales, autoimpuestas -caciques de pueblos originarios enfrentados a miembros más democráticos de su propio grupo nacional- o de organizaciones racistas).
En la Biblioteca Luis Angel Arango, están expuestas las artes y los motivos por los que mujeres -indígenas, mestizas, campesinas- del Cauca, el Magdalena, las zona Caribe y Pacífica, aproximadamente entre 1993 y 2005, han tenido que salir de sus comunidades donde han dejado los cuerpos sin vida, en ocasiones torturados con suma violencia en público para amedrentar a toda la población, de sus madres, de amigas, de maridos, de hijos y padres. Mujeres que han criado familias en la construcción de una cultura de paz. Mujeres que se han reunido a bordar sus historias en las grandes piezas que han expuesto en la biblioteca. Mujeres que se han organizado o que, como las waayuu, se dirigen cada año al lugar donde estaban sus pueblos para "limpiar" de malos espíritus los muros de sus casas destruidas o sus pozos envenenados o sus campos  en abandono, porque ese es el lugar donde, ellas lo saben, van a volver algún día.
Ir a la Biblioteca había sido uno de nuestros propósitos desde que paseando por el centro de Bogotá con Pablo Rodríguez él nos recordó la función social y constructora de comunidades que tienen las bibliotecas públicas.  Querido Pablo, siempre con la cabeza en un archivo histórico, un libro de cultura o buscando imágenes para ilustrar otro...
Es que Bogotá son también, son principalmente mis amigos que viven en Bogotá. Volver a caminar por la calle, irnos a sentar en un barecito o pasarnos la noche hablando y bebiendo con Rosalba y Carlos Barriga.... No es cierto que veinte años son nada, es que veinte años nos ratifican que los amores cruzan la vida desde lo que éramos en potencia.... Hablar de educación, cine, amores, literatura, las veces que hemos hecho el ridículo, las veces que hemos logrado algo...  ¡Ay, cómo recordé el espacio de diálogo y creación que Carlos y Rosalba, junto con sus amigos estudiante colombianos en México, construyeron en Contreras en la década de 1980!
En fin, las emociones de estar con ellos, de encontranros como por conjunción cósmica en la ciudad el mismo día en que llegaba de París Eduardo García... Algo, algo tiene Bogotá que me hace adorar el chocolate caliente con quesito y almojabanas.
Quizá también por que sólo al estar aquí, las latinoamericanas/os nos enteramos que Colombia es algo más que el país de la nota roja de los periódicos de nuestros países. Colombia es también el país donde su población se defiende de los cambios a la más liberal de las constituciones americanas, la de 1991, que, entre otras cosas, planteó la libertad educativa y la ratificó con una norma 144 que garantiza que a cualquier edad, de las formas que sea, se puede impartir y recibir la educación que se desea.
Las escuela colombianas, por lo tanto, pueden ser muy conservadoras (en ocasiones las leyes más progresistas son utilizadas por personas muy tradicionalistas o competitivas, así que la libertad de educación ha dado pie a la existencia de escuelas bilingües de tipo conservador y religiosas) o las más libres. Valentina, la hija de 18 años de Rosalba y Carlos, por ejemplo, ha estudiado en una escuela donde los propios estudiantes escogen, definen e imponen los aprendizajes y las formas y tiempos de realizarlos en un parque natural en las afueras de Bogotá, donde rousseaneamente ella y sus amigos/as vivieron en contacto con la naturaleza y las labores agrícolas. Los pueblos originarios planean y logran organizar en sus comunidades espacios de estudio desde la configuración de los lugares de convivencia de su propia cosmogonía. En ninguna escuela la asistencia es obligatoria, pero los resultados del propio aprendizaje se deben demostrar a los finales de ciclo.
Así en Colombia hay muchachas de 14 años que han terminado el equivalente a su bachillerato y entran a la universidad, así como viejos de 70 que se inscriben en la secundaria. Hay quien sostiene que sus hijas/os pueden escribir y leer a los 3 años y personas que piensan junto con grandes pedagogos que los tiempos de la vida no son sólo funcionales, sino de placer y no pueden ser reglamentados desde una institución exterior. Estas personas, que son las con quien yo comulgo, plantean que se aprende de todo lo que nos rodea e interesa y que se aprende mejor cuando ejercemos nuestra libre capacidad de discernir la importancia del aprendizaje. Lo cual implica jugar, trabajar, leer, gozar el tiempo de la actividad física (cuidado, no el deporte como competencia, sino el deporte como conocimiento de las propias capacidades físicas y sus límites). E implica investigar, experimentar, comunicar.