sábado, 30 de octubre de 2010

Desde las alturas de Boyacá

























De las muchas y única Colombia
Recordaba vagamente eso de que el sol sale a las cinco y media de la mañana y se mete a las cinco y media de la tarde. Es que estamos cerca del Ecuador, me explicó lacónicamente el historiador Pablo Rodríguez hace 26 años. Y yo que por ese entonces había vivido las cuatro estaciones durante toda mi vida, aprendí a descubrir que el clima lo crean también la altura sobre el nivel del mar y las lluvias y el estío y no sólo las temporadas de cercanía y lejanía del sol.
Hoy esta reglamentaria vida de 12 horas de sol y 12 horas de noche me devuelve a mi natural temperamento gallinesco. Mi hija bufa por las mañanas: Mamá, deja de hacer tanto ruido, son las 7 de la mañana. Pero yo ya es hora y media que me aguanto de estar en la calle para esperarla, y a las 8 de la noche se me cierran los ojos añorando las camas siempre diversas de la vida de una viajera.
En este país de montañas húmedas y cortos y fértiles valles, los climas cambian según trepas.
De la humedad ardiente del Bajo Magdalena, que desparramado sobre los campos de yuca, ñame y bananos de pueblo donde las niñas y los niños han aprendido a nadar en la que era su calle o a pasear en canoa por lo que era el campo de futbol, no deja de ser caliente, al rico clima de Boyacá, donde por la mañana es placentero caminar hasta ver derramarse la neblina y aparecer el sol. De la primaveral Bucaramanga a la invernal Tunja. Del carácter dicharachero de los habitantes de Santa Marta a la logoroica y colonialesca pretensión de seriedad de los bogotanos. De las arepas de huevos de Mompox al chocolate con queso de Cundinamarca, la diversidad de Colombia es una cuestión de altura. Y la sana impuntualidad de los poetas que se reúnen en todas las plazas del país, no importando climas y alturas, para leerse sus creaciones en el espacio público del encuentro y gozar de la palabra (que las y los colombianos dominan con pasión y bizarría), es la tónica de una unidad nacional que, como la violencia del ejército y la inequidad de la redistribución de los ingresos, se percibe en todas las regiones.
Ayer hablé finalmente con Avelina Pancho, quien vive en Popayán. Nos espera el próximo jueves en la madrugada para acompañarla a una reunión donde se analizarán cuáles son los elementos que rescatan de la educación indígena sus connacionales, el pueblo naza, cuando se reúnen para ahondar en la necesidad que han expresado muchas veces de una “educación propia”. Admito que me siento honrada de que Avelina me haya invitado, como cuando una vez Teutli, en Milpa Alta, me dijo que “pertenecía”. Nunca entendí al cien por ciento por qué lo dijo, pero me sentí bien, aceptada como persona y rescatada de mi extraño acento por el cual, después de 31 años, cualquier taxista sigue queriéndome engañar cuando lo abordo, conociendo mejor yo que él las calles de mi amado DeFectuoso.
El miércoles en la noche saldremos de Bogotá. Hay diversos tipos de buses en Colombia, desde extrafalarias carretas pintadas hasta Volvo hipermodernos pasando por camionetas con baño y busetas locales, pero por lo general cuando las distancias pasan de las 7 horas de duración son muy cómodos, con asientos reclinables y espacio. Nomás que no hay chofer colombiano que no escuche rancheras –y de las más misóginas- ni bus que no ponga al tope el aire acondicionado y nosotras nos morimos de frío.
Mientras, me paso las tardes leyendo y las mañanas caminando por los valles de Boyacá. He terminado la estructura de un primer capítulo de mi libro sobre las ideas de las pensadoras indígenas contemporáneas (en realidad son elucubraciones; estoy en crisis debido a que no sé cómo abordar lo que oigo y que cada día me obliga a enmendar lo ya escrito), pero todo el esquema construido sobre las lecturas en México se me ha venido abajo. Ni siquiera creo que deba iniciar, como pensaba en Guatemala, con un capítulo sobre el racismo y cómo lo enfrentan las mujeres de los pueblos originarios, porque luego he escuchado a bri bris y kunas para las que el racismo es cosa de los blancos, ellas no son racistas y no les importa pensar qué es el racismo. Entonces ¿qué?, carajo: ¿qué?
El conflicto entre el pensamiento feminista blanco, tan centrado en alcanzar la autonomía de la persona mujer, como individuo, en una sociedad que se resume en un espacio de derechos civiles a defender, y la voluntad de las mujeres indígenas de tener derechos en una sociedad donde el individuo no existe porque la persona es en cuanto ser social, en cuanto miembro de una comunidad, es un problema de las feministas occidentales, no de las indígenas (un problema que a mí me ofrece múltiples lecturas, pero que son lecturas mías, de algún modo interesadas y que a algunas feministas colonialistas –porque también el feminismo tiene a sus fundamentalistas del occidentalismo entendido como desarrollismo- las ha llevado a afirmar que lo mejor que podría sucederle a las mujeres de los pueblos originarios para liberarse sería la desaparición de sus pueblos). Creo que lo más importante que he visualizado hasta ahora es el acento que todas las intelectuales con quien he interactuado han puesto en la educación: una educación propia, una posibilidad de transitar por el mundo en sus diversos espacios –la comunidad, el país, el mundo- y en particular por las universidades, que son un espacio paradigmático del racismo occidental, con un bagaje de conocimientos que son tan universales como cualquier conocimiento y que aportan no sólo al saber sino a los modos de adquirirlo y transmitirlo, en relación con una dinámica solidaria del saber y no por vía de la acumulación de datos para el descuello de una sola persona, un individuo que no representa ni es parte de colectivo alguno.
Ahora bien, en Colombia me impresiona lo común que es la dicharachera forma que tiene la gente de la costa de decir que el racismo es cosa del pasado, entendiendo por racismo exclusivamente la marginación de las y los afrodescendientes, cuando, por otro lado, insiste en decir que los indios viven en reducidas aldeas y regiones y que no se mezclan con los otros sectores de la sociedad. Yo lo que he visto es a los grandes artesanos del Sinú vender sus obras a bajo precio a mercaderes que los explotan como en cualquier otro país de América. O un extraño orgullo nacional por los pueblos antiguos aunado a la indiferencia por su cotidianidad contemporánea. O expresiones abiertamente racistas, como las de un taxista de Bucaramanga que al contarnos que su hija se ha casado con un ecuatoriano, insistió en explicarnos que: Es un ecuatoriano simpático, no uno de la raza de los indios.
Boyacá, en eso, no es distinta: tiene una bella expresión mestiza en los rostros de la gente, pero una idéntica división entre los muiscas de los museos y los “niños del campo” que llegan a pedir dulces en Villa de Leyva los días de mercado. Y una idéntica identificación de los niños “monos” con los niños hermosos (¿en la estética se resume el sentir social?), donde mono significa lo que en México güero e implica un insulto que con el tiempo se convirtió en piropo autoagresivo, en una expresión racista: mono es un simio así como algo huero o güero es algo podrido.
Eso sí: el clima, que impone ruanas al salir de noche, me encanta tanto como Helena se deja ir en el placer del infecto calor bochornoso y pegosteoso de la costa (ella dice que el de aquí es un sucio frío para pingüinas viejas). Y las sopitas…..hummm, amo las sopitas por la mañanita después de un paseo y un chocolate con almojábanas por la noche.
Villa de Leyva, 30 de octubre de 2010