viernes, 10 de septiembre de 2010

De Cantón Paquí a Ciudad Guatemala





                                                     Calles y amigos de Ciudad Guatemala.

10 de septiembre de 2010


Nos despertamos temprano en la casa de la familia de Gladys. Como en Centroamérica no hay horario de verano, son las seis de la mañana y la luz del amanecer baña el patio. La madre de Gladys nos prepara un rico desayuno de huevos, frijol y esos tamalitos sin grasa ni relleno que según Carlos Navarrete son los mismos que comieron olmecas, mayas y zapotecas en el despuntar de la civilización mesoamericana. El arqueólogo, en efecto, nos explicó hace dos años que el comal hizo su aparición apenas en el posclásico, hace unos 800 años aproximadamente, y que este instrumento es el que posibilitó la aparición de las tortillas, aunque el nixtamal es una tecnología alimentaria de más de tres mil años y el maíz se cultive en México y Guatemala desde hace por lo menos seis mil años.

Tomamos un primer camión hasta Cuatro Caminos y ahí esperamos el que nos llevará a Ciudad Guatemala. A nuestro alrededor, decenas de personas esperan los medios de transportes más dispares. Como hay una feria de los animales todos los viernes en Salcajá, frente a nosotras pasan desde señores con un puerquito en un saco echado en los hombros, hasta camiones con ganado cebú. ¡Futuros cadáveres para la mesa de los carnívoros!

El humo de todos los escapes es pestilente aunque el aire a nuestro alrededor baja puro de las montañas de pinos y encinas. Nubes oscuras envuelven personas y puestos de comida al paso de cada camión. Las mujeres que preparan chuchitos, tortillas, platanos fritos, rellenitos y demás delicias están desde muy temprana hora en su trabajo. Miro a las señoras, pienso cómo en toda Centroamérica y México el trabajo de preparar el nixtamal, molerlo, echar las tortillas le toma a cada mujer entre 3 y 4 horas diarias. Sólo las mujeres pueden cocinar, los hombres no saben hacerlo, necesitan de las mujeres para comer, dependen de ellas de la forma más grosera. Ni uno sólo de ellos se dedica a la preparación de su propia comida. Se moriría de hambre de no mantener a las mujeres en el lugar simbólico de las indispensables –y esclavizadas- garantizadoras de su sobrevivencia: madres universales, dispensadoras de alimentos, apresadas sirvientas del fogón en cuya ceniza se enterró su ombligo.
Esta es una faceta de la complementariedad que pocas mujeres indígenas quieren ver. La tortilla es su reino, su habilidad, su gracia; de maíz es la vida, el ser humano mismo; somos lo que comemos y como tales nos entregamos a la vida. Sin lugar a duda, todo ello es verdadero. Lo que lo es menos es que sólo una parte de la humanidad puede actuar porque la otra le debe garantizar la sobrevivencia. ¿De qué me sirve la complementariedad entre los sexos, esta falsa igualdad que se sostiene en la desigualdad de las funciones entre los sexos, si ésta se traduce en que yo y todas las demás debamos trabajar obligatoria y permanentemente para unos hombres que ni siquiera nos ven como personas, tan fácilmente sustituibles por otra tortillera? ¿Qué diferencia concreta se inscribe en el cuerpo de las complementarias mujeres de los pueblos originarios -esas parejas cósmicas sin las cuales no hay ni humanidad ni divinidad- con las mujeres occidentales, secundarias cuando no negadas como copartícipes de toda cosmovisión y construcción social?

Llega el bus, subimos apresuradas, se interrumpen mis pensamientos. La carretera está más despejada de lo que nos esperábamos. Diversas grúas trabajan sin descanso en liberar por lo menos dos carriles de los cuatro de la carretera Interamericana, la que hubiera debido ser la arteria principal del corredor maquilero del siempre detenido plan Puebla-Panamá. El agua se escurre de los costones de roca cortada de los dos lados de la carretera e invariablemente en los deslaves se ven restos de árboles cortados. A pesar de ello en 4 horas y medio llegamos a la capital.

La pensión Meza es un ícono del turismo mochilero de Centroamérica. Según un mito urbano es aquí donde se hospedó el Che Guevara en su famoso viaje en motocicleta de Argentina a México. La verdad es que es una vieja casona de tres patios, varios cuartos abiertos a un jardín interno, con mesas, piletas y bajos precios para que los huéspedes se sonrían y hablen entre sí desde que entran. Un lugar salido del tiempo, un lugar de paz a tres cuadras del Parlamento y en el medio de una ciudad considerada entre las más peligrosas de América.

La Universidad San Carlos está en huelga desde hace un mes para la defensa de su autonomía y los estudiantes se pasean por el centro. Desgraciadamente para nosotras esto redunda en que los museos y los teatros universitarios estén cerrados. Pero no los grupos de trabajo en Derechos Humanos, las organizaciones de mujeres, los grupos activos contra el racismo. Maya Cu, la poeta, nos alcanza en la pensión Meza a la hora de haber llegado y durante la comida (en Centroamérica, ay de nosotras, se come tempranísimo: a la una) nos pone al día de miles de cosas. Desde mañana tendremos trabajos que hacer, vidas que escuchar, ideas que compartir, poemas que leer, conmemoraciones que compartir.

Pero para hoy, no tenemos, no queremos tener más obligaciones ni diversiones que esperar las ocho de la noche cuando llegará el bus de Tegucigalpa donde viaja Melissa.

9 de septiembre de 2010

El primer día de sol después de semanas de lluvia trae imágenes por decir lo menos contrastantes. El verde de las montañas de Totonicapan y Quetzaltenango, dos departamentos de población quiché montañosos y volcánicos, resplandece, pero las calles del pequeños poblado de Almolonga revelan todos los contrastes de una temporada de lluvia añorada y temida. En este pueblo donde la casi totalidad de la población se ha convertido a alguna iglesia neo-evangélica y se dedica de forma familiar e intensiva al cultivo de hortalizas para la exportación a escala centroamericana, los cerros se han desgajado sobre las calles del centro. El sol seca unos cuantos sacos de arena amontonados antes las puertas de casas cuyos habitantes intentaron resguardarse de las aguas, un riachuelo de agua cristalina corre por los costados de la calle, una grúa levanta la arena y el lodo que recubren el asfalto para abrir el paso a los autos; a la vez, el aire levanta una polvareda ocre de la tierra que empieza a secarse por el sol.

Con Helena y Gladys nos fuimos caminando de Xela a Almolonga por la carretera cubierta de escombros. A los dos costados, las huertas de brócolis, cebollas, zanahorias, perejil, se trepan por montañas muy densamente taladas y bajan por barrancos hasta el río, creando a la vez la riqueza de la población y el riesgo de que éste y peores derrumbes se repitan con cada lluvia. De cultivos orgánicos no hay nada: la iglesia evangélica fomenta la superación personal, en forma de trabajo y riqueza, pero desmiente toda información acerca de la agricultura orgánica, el trabajo comunitario y la ecología. Lo que no garantiza ganancias seguras no es verdadero, punto.

Hasta los patios y los jardines son cultivados, por lo demás. Y bajo este sol bizarro que juega con nubes y charcos de agua, el panorama es tan bello como terrible.

Nos dirigimos a las aguas termales que provienen del volcán Santa María. Pagamos 20 quetzales y nos metemos en un cuartito de piedra donde nos bañamos por horas. Mis dolores musculares desaparecen, así como las ronchas que nos brotaron por algo que nos dio alergia y no sabemos si fue una comida o la picadura de algún bicho. Helena y Gladys juegan. Nos contamos nuestros sueños, nuestros proyectos. Al salir el sol está todavía en el cielo. Se abren unas florecitas en las orillas del camino, las mujeres corren con sus niños en los hombros por las calles del pueblo. Cuando llegamos a la estación de autobuses nos prometen que para mañana la carretera a la capital estará despejada y sólo nos tardaremos 8 horas para recorrer 280 kilómetros.


























Dirigiéndonos hacia las aguas termales de Almolonga con algunos contratiempos en el camino a causa de las lluvia.