lunes, 30 de agosto de 2010

27 de agosto

Nos hemos quedado pasmadas con la noticia en el periódico: la masacre de 72 indocumentados de Centro América y Ecuador a mano de la delincuencia organizada, en connivencia con agentes corruptos de la policía, nos ha hundido en un estupor asqueado.
Nos podíamos hacernos guaje en México. En una tierra de migrantes, todas las mujeres y los hombres, menos los que se tapan ojos y oídos, saben cómo son tratados todos los migrantes, no sólo los nacionales.
Sabíamos del maltrato, de los 20 días que le lleva a una hondureña cruzar México para llegar a la frontera con Estados Unidos, de los riesgos de violación que corre por compañeros de viaje, policías de migración y delincuentes comunes. Sabíamos de la existencia de pueblos solidarios con los migrantes, generalmente pueblos campesinos e indígenas que viven una fuerte expulsión de sus habitantes más jóvenes, y sabíamos de la existencias de cruces donde jovencitos se divierten tirando piedras contra las y los migrantes encaramados en los techos de los trenes.
Pero estar sentada en un bus que va al norte, abrir el periódico y enterarse de una masacre que podría haber involucrado como víctima a cualquiera de las que íbamos sentadas, nos deja con una sensación de dolor que cuece la lengua, que empuja la mirada hacia afuera de la ventanilla para no mostrar las lágrimas que afloran y no ruedan.
Tráfico de personas, dinero del narco, circulación de armas de todo calibre, incapacidad de reconocerse en la humanidad de 58 hombres y 14 mujeres que han agotado sus recursos, porque son pobres, porque fincan sus esperanzas en llegar a un lugar de salarios mayores, porque vienen de pueblos donde la destrucción ambiental ha construido el espejismo del progreso en las ciudades del norte.... incapacidad de reconocerse en la humanidad de otra persona...
La Masacre de San Fernando, un pueblo de Tamaulipas donde 72 inmigrantes indocumentados han sido asesinads a sangre fría se lee en el asombro y el miedo de la niña que lanza una mirada al encabezado del periódico que yo sostengo. Se lee en el "no" de un muchacho que abre el periódico en la mesa de la fonda donde tomamos el desayuno. Y sin embargo era una masacre anunciada. Un fruto de la decomposición, del desprecio a los trabajadores, del secuestro de las calles, del irrespeto a los caminantes, del frenético aquí y ahora del dinero para gastarse en un sustitudo de felicidad.
El autobus sigue su ruta al norte.


29 de agosto

Salimos de Zacatecas, la ciudad que desde unos inicios me ancló a Nuestra América y que me sonríe como una hermana cada vez que cruzo por sus calles. Salimos del Encuentro Nacional feminista. Arrancamos formalmente las labores de mi año sabático con la participación en mesas donde decenas de dirigentes de diferentes pueblos han hablado de los problemas que acarrea la militarización del país, la desconfianza a las autoridades estatales, los múltiples rostros de la migración. Partimos de las entrevistas a Silvia de Jesus Maya, dirigente mazahua que vive en el Bordo, cerca de la Ciudad de México, y es originaria de San Antonio Pueblo Nuevo, en el Estado de México, y a Silvia Pérez Yescas, zapoteca ecologista y defensora del derecho de las mujeres a vivir en paz, residente en Matías Romero. Ambas creen que es posible elaborar una estrategia -que no saben si debe llamarse feminista, pero que tiene que ver con las mujeres que adquieren voz y derechos en el seno de sus comunidades- ante el racismo, los desastres naturales originados por la destrucción ambiental y la crisis económica que las orilla a la migración, al abandono de sus tierras o a la imposibilidad de sostener los estudios de sus hijas e hijos. Creen que la experiencias de otros pueblos las marca, que pueden aprender del diálogo entre diferentes mujeres indígenas, que las lágrimas de otras mujeres ellas también las han llorado y que es hora de rebasar las problemáticas e ir a las propuestas.
La historia vuelve a empezar de donde empezó.
Zacatecas ha cambiado. Ayer anoche tuvimos que sufrir el turismo idiota, de cantina de barrio radical-chic con güeritos gangosos y muchachas de piernas largas, que se se prolongó ruidosamente hasta las 4 de la mañana por las calles del centro. Algunas amigas han dejado sus casas porque ya no aguantan la invasión de guadalajareños y chilangos borrachos y endomingados. ¿Otra Guanajuato? Diosas: por favor no.
Y las diosas escuchan.
A las 10 de la mañana, las calles son recuperadas por las zacatecanas y los zacatecanos. Los contingentes rojos, azules y blancos de cientos de moros con niños en brazos, princesas con velo, artilleras, carabineros, infantas, desvastadores de mandil de cuero cargan rumbos a la Morismas de Bracho, en La Cañada, mochilas inverosimiles para los representantes de Mahoma:  pan, chorizo, cerveza y hermosas frutas tropicales. Son esperados por cientos de espectadores que aplauden a su paso, comentan sus atuendos, aclaman su gallardía, saludan a los niños que los acompañan.
Es que los moros no sólo son más bonitos, son los que van a ser derrotados para mantener el orden del mundo. Son los verdaderos héroes de la fiesta porque salen en formaciones perfectas a sabiendas que el despiegue de su belleza y la derrota van de la manos. Son los que se sacrifican, son los que se aman. Los cristianos, representan héroes de tiempos amontonados; con sus Carlomagno, Juan de Austria, El manco de Lepanto (¿sabrán que era el escritor Cervantes?), paladines de Francia, husares y demás militares extrafalarios, son más tristes, visten de negro, nos llevan alimentos y mujeres y hombres se esconden tras largas barbas ensortijadas. Van a ganar, es su deber, pero quizá porque saben que la suya es la representación de una victoria forzada muchos cristianos cargan en brazo a hijos y sobrinos vestidos de principes moros, les dan el biberón mientras marchan, les ajustan el turbante con gesto cariñoso y masculino.
El estruendo de tambores y las sonrisas, que moros y cristianos carguen a estatuitas de San Juan Bautista, los caballos del emperador turco y de Carlomagno, ambos gordos y vestidos de oro, los cañones, la polvora, los cantos, se funden en la algarabía que acompaña la fiesta, el gran baile colectivo, la lucha entre el bien y el mal, la necesidad anual de restablecer el orden cósmico que las migraciones, la violencia, la crisis económica, la destrucción ambiental ponen en riesgo.
En una ciudad laica con muchos católicos, entre un pueblo mestizo de belleza y porte majestuosos, a pocos días del cambio de gobierno, el ritual se repite.
De repente el corazón estalla de felicidad. Zacatecas sigue siendo bella, la más bella.
Luego, cuando tras la batalla y la corretiza por los cerros, que en este año de muchas lluvias son más verdes que de costumbre, llega la paz, la catarsis se habrá cumplido. La media luna formada por mujeres y hombres en un cerro, habrá sido derrotada por las mujeres y los hombres que forman una cruz en el valle. La ciudad vuelve al turismo y al tráfico. Pero Zacatecas nunca defrauda a quien la ama: buscando un taxi en medio del caos de autos, temerosa de perder el único lugar que he logrado en un camión para seguir el viaje, una pareja que maneja una pick up me ofrece llevarme y me cuenta su vida. El es de Mazapil, el municipio más grande de Zacatecas, en un desierto veteado de minerales que vivió un auge impresionante en el siglo XVI y hoy está siendo destruido por la minería a cielo abierto de las empresas canadienses; ella es de Oaxaca. A los dos les parece muy importante que se haya llevado a cabo un encuentro feminista en la ciudad. Sin justicia entre los géneros no hay igualdad, me dice ella; y sin igualdad, se crea pobreza, agrega él.
No siempre "Mestizo" significa "gente que perdió sus raíces", por lo menos en Zacatecas, el estado más mestizo del país, mestizo significa también gente que las ha reinventado.